Tomado de Zenith.org:
Pedro Mendoza LC
"Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Mas si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado. Ahora bien, ¿cuál es mi recompensa? Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente, renunciando al derecho que me confiere el Evangelio. Efectivamente, siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda". 1Cor 9,16-19
Comentario
En este pasaje de la carta a los Corintios podemos asomarnos al interior del corazón de san Pablo para ver cuáles son los motivos que dirigen su vida y su celo apostólico en la predicación infatigable del Evangelio. Como ratificará en otra de sus cartas a esta misma comunidad, el motivo fundamental de todo su dinamismo apostólico y de todos los sufrimientos que abraza es el amor de Cristo que ha experimentado personalmente y que lo impulsa a entregarse sin reservas a los demás para que lo conozcan y participen de ese mismo amor (2Cor 5,14). De ningún modo ha querido recurrir al derecho del sostenimiento económico por parte de esa comunidad evangelizada por él. Pero ¿por qué insiste tanto en esta excepción de su conducta? Si se opone radicalmente a ello es para evitar a toda costa que la comunidad considerase su labor apostólica "interesada" por eventuales compensaciones humanas y económicas. Así lo dejó indicado anteriormente: "nunca hemos hecho uso de estos derechos. Al contrario, todo lo soportamos para no crear obstáculo alguno al Evangelio de Cristo" (1Cor 9,12).
San Pablo en este pasaje va más allá del motivo anterior. Ahora deja entrever otro, más personal, que está en relación con el origen de su vocación: su encuentro con Cristo en el camino de Damasco. El Apóstol reconoce que para él anunciar el Evangelio como los demás apóstoles y evangelistas sería demasiado poco. Él siente un deber en conciencia muy grande, puesto que él había intentado en otro tiempo destruir la Iglesia. Pero en ese entonces Cristo tomó la iniciativa de salirle al encuentro, revelándosele personalmente y haciéndole experimentar su amor para con él. Hasta tal punto caló esta experiencia de Cristo en el Apóstol que llegó a apoderarse totalmente de él. Por ello, se siente obligado, entregado, hipotecado al Señor, en una forma que supera toda medida.
Es de este modo como pueden entenderse los términos paradójicos que utiliza san Pablo para expresar su entrega a Cristo y a su misión evangélica. Recurre a la palabra "deber" o "necesidad", sin pretender decir que no lo haga con total libertad y de todo corazón. Lo que sucede es que el Apóstol lo siente de tal modo, que no puede hacer otra cosa sino entregarse a la tarea misionera con libertad total. Cualquiera que sea el sentido de este impulso o necesidad, es claro que san Pablo no piensa en algo contrario a la libertad. Más aún tal libertad llega a su plenitud en esta necesidad. Ahí está el núcleo y el contenido más hondo de la libertad. Esto quiere decir que el hombre plenamente libre es necesariamente atraído a amar aquello que reconoce merecedor de toda la fuerza de su amor y de toda su entrega: en definitiva, Dios. Encontramos un ejemplo similar en el mismo Cristo, en quien se refleja este misterio en la unidad de su obediencia y amor. Él puede hablar de la obligación que le ha sido impuesta; pero la acepta total y plenamente, con la misma certeza con que se sabe Hijo: "Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente" (Jn 10,17-18a).
El "¡ay de mí!" de san Pablo no indica una amenaza que él experimentara desde fuera, sino desde dentro, y por eso se siente como obligado a realizar su misión. Nos resulta chocante escuchar al Apóstol afirmar que no anuncia el Evangelio voluntariamente. De ahí la necesidad de captar bien lo que dice expresándose de forma tan osada. Aquí, en efecto, la verdad se encuentra no tanto en los conceptos, que pueden siempre sopesarse con mayor precisión, sino más bien en ese impulso desbordante en él desde lo más íntimo de su ser, que supera todo límite y, como es propio del amor, tiene como medida ser sin medida.
"¿Cuál es entonces mi recompensa?", se pregunta san Pablo. ¿Cómo debemos entender esta palabra "recompensa" enlazada con la anterior, "gloria", y que se repiten más adelante (9,17 y 18,15.16)? La "gloria" no es para el Apóstol, como para los hombres de su tiempo, algo tan extrínseco como ha llegado a ser para nosotros. La gloria es, en primer término, el testimonio íntimo de la buena conciencia. El hecho de anunciar el Evangelio no le da al Apóstol derecho alguno a ufanarse. No hay, por tanto, aquí nada sobre lo que pueda fundamentar la certeza de su obediencia sin reservas y de su entrega sin límites. Y, por lo mismo, nada tampoco que merezca "recompensa". Que san Pablo espera una recompensa es algo tan natural y evidente como su esperanza de la vida eterna. Y la recompensa es Dios mismo. Es, pues, una recompensa que está muy alejada de todo cálculo. Para el Apóstol su recompensa es también la misma gracia de poder ser instrumento de Dios para comunicar el Evangelio a los demás, y acercar así el mayor número de hombres a la experiencia del amor de Cristo. Por eso su renuncia al derecho a la recompensa se convierte en una parte de su comportamiento total: él libre de todo, se hace esclavo de todos. Ésta es su norma de vida, libremente elegida.
Aplicación
Descubrir el amor de Cristo y sentir la urgencia de comunicarlo a los demás.
Continuamos nuestro recorrido de la vida pública de Cristo, esta vez viendo cómo Él viene al encuentro de las personas que sufren, de las personas que padecen alguna necesidad física o espiritual, como nos relata el Evangelio. La primera lectura nos presenta la figura de Job quien, con la permisión de Dios, es duramente probado en su integridad física y espiritual. San Pablo nos ayudará a descubrir que su entrega apasionada a su misión brota de la experiencia del amor de Cristo y de ahí la urgencia que le impulsa a hacer partícipes del mismo a todos los hombres.
Situaciones como las que nos presenta la lectura tomada del libro de Job (7,1-4.6-7) nos ayudan a tomar conciencia de lo que significa el torbellino de sufrimientos y de miseria que azota la vida de muchos de nuestros hermanos los hombres. Pero al mismo tiempo son para Dios ocasión de demostrarnos toda su bondad y misericordia para con el hombre que las padece, en particular, cuando éste le abre su corazón y le implora con confianza su intercesión. Dios conoce lo difícil que en ocasiones es la vida para el hombre, pues es una verdadera "milicia" la que tiene que enfrentar sobre la tierra. Pero, por lo mismo, no nos abandona, ni nos deja a merced de las dificultades, al contrario se acerca más a nosotros, siendo buen samaritano para con cada uno de nosotros. Cultivemos y aprendamos a mantener una confianza inquebrantable en Dios en cualquier situación por la que atravesemos en la vida, sabiendo que Él es un Padre que quiere siempre lo mejor para cada uno de nosotros sus hijos.
Esa compasión y bondad de corazón es la que el evangelista san Marcos (1,29-39) nos presenta este domingo, relatándonos el primer milagro de la vida pública de Cristo. Al entrar en la casa de Simón y encontrar a su suegra postrada en cama por la fiebre, Él se acerca a ella, la levanta sosteniéndola de la mano y la cura. El conocimiento de esa bondad de corazón del Maestro de Nazaret anima a todo ese tropel de enfermos a presentarse ante Él para que deposite también sobre ellos esas muestras de su amor. Como esos enfermos que acuden a Cristo, también nosotros estamos llamados a descubrir nuestras enfermedades sin temor y a presentárselas llenos de confianza, sabiendo que Él ha venido no para condenar sino para salvar, que Él ha venido a buscar la oveja perdida y que Él quiere por encima de todo que gocemos de su amor y de su felicidad.
Como nos refiere el pasaje de la prima carta a los Corintios (9,16-19), ya comentado, la entrega a la misión por parte del Apóstol brota de la experiencia del amor de Cristo para consigo mismo personalmente y para con cada uno de los hombres. Sólo quien se reconoce destinatario de esa bondad del corazón de Cristo siente al mismo tiempo la urgencia de corresponderle, saliendo al encuentro de todos esos hermanos nuestros que tienen necesidad de experimentar ese mismo amor en sus vidas, en particular en los momentos de mayor tribulación. Como el Apóstol, dejemos también nosotros que el amor de Cristo inunde nuestras vidas y seamos para los demás canales para encontrar este amor de Cristo en sus vidas.
viernes, 3 de febrero de 2012
miércoles, 1 de febrero de 2012
¿Qué sería de nosotros sin la vida consagrada?
El “humus” de la secularización ha penetrado en los diversos sectores de la vida cristiana. Desde Pablo VI a Benedicto XVI ha sido una constante denuncia de este mal que mundaniza a la Iglesia y la hace inoperante para la evangelización del mundo. Por otra parte, la cultura dominante y globalizada lleva la marca de la cristofobia y de lo anticatólico, que rechaza la dimensión social de la fe y el derecho de la Iglesia a vivir en libertad. Este contexto, repercute fuertemente tanto en la familia cristiana, como la vida consagrada y el ministerio sacerdotal.
Durante estas décadas posconciliares, no solo se han secularizado bastantes curas y se ha relajado la vida comunitaria de órdenes y congregaciones, sino también ese “virus” ha contaminado a la misma “Iglesia doméstica”, que se manifiesta en las rupturas matrimoniales y en la caída de la natalidad. Es fácil quedarse en los diagnósticos, utilizar las estadísticas y los fallos personales para ir unos contra otros dentro de la misma Iglesia, mientras los de fueras aplauden viendo a los católicos como se pelean entre ellos: unos alardeando de salvadores de las esencias de la ortodoxia y otros exponiendo obsesivamente la falta de compromiso de los pastores con el pueblo. ¡No es este el camino! El Papa Benedicto XVI nos insta constantemente a recuperar a Dios como centro de nuestra opción de vida cristiana y ser humildes para podernos preguntar ¿qué me pide el Señor a mí y a su Iglesia en estos momentos tan complejos y turbulentos que estamos viviendo?
Centremos ahora nuestra mirada en los religiosos y religiosas, aprovechando la festividad de la Presentación de Jesús en el Templo, fecha en que tiene lugar la Jornada Mundial de la Vida Consagrada cuyo lema de este año es: “Ven y Sígueme” (Mc 10,21). La vida religiosa en todas sus formas tiene estrecha relación con la Palabra de Dios, detrás de una monja, fraile, religiosa, religioso, consagrado está un dicho o hecho de Jesús que cautivó a ese fundador y dio como consecuencia el nacimiento de una nueva familia de consagrados para el bien de la edificación de la Iglesia y de su misión evangelizadora en el mundo. Las dos modalidades de la Vida Consagrada, contemplativa y activa, son los dos pulmones de la comunidad eclesial. Su presencia entre los hombres representa la geografía de la oración, del apostolado, de la caridad. Todo ello vivido según los consejos evangélicos en fraternidad cristiana, sometidos a sus propios superiores y en comunión con los sucesores de los apóstoles. La Iglesia no puede prescindir de este gran tesoro de fidelidad a Dios y de servicio a los más necesitados. El pueblo cristiano actual ha de despertar de su adormecimiento y tomar mayor conciencia de cooperación en el resurgimiento vocacional para extender el Reino de Dios y su Justicia (cf. Mt 6,33).
Entrar hoy en “religión”, como se decía antiguamente, es remar contracorriente. Es para gente muy centrada en lo esencial de la fe, que no desea someterse al pensamiento único, que no se conforma con el hedonismo placentero dominante, que tienen muy claro que los pobres no son artículos de modas ideológicas, que han descubierto a la Iglesia como el mayor espacio de libertad personal y comunitario, que se han enamorado apasionadamente de la forma de vivir el Evangelio de un fundador. Ser religioso o religiosa es optar por una forma de vida que no se cotiza, que no tiene aplausos, en la que no hay seguridades. Sin embargo, es la manera más bella de vivir la vida “escondida en Cristo” (Col 3,3), de ser “sal y luz del mundo” (Mt 5,13-16), de encarnar el espíritu de las Bienaventuranzas. Hay que alejar esa idea de que los curas, frailes y monjas son “especies en vía de extinción”. Dios no abandona a su Iglesia y cuando parece agotarse las aguas del pozo eclesial de Europa, surgen abundantes vocaciones en países de otros continentes.
Cuando un carisma se apaga, brotan otras formas de vida consagrada. Aún entre nosotros, a pesar del problema demográfico en occidente y de la crisis de fe, hay algunos jóvenes que con la gracia de Dios rompen con los esquemas establecidos y entran en una orden, congregación o instituto secular. Todavía tenemos madres y padres cristianos que se alegran cuando una hija o hijo se van a un convento o a misiones. ¡No está tan seco el hontanar de nuestras comunidades cristianas! Podemos estar tan obsesionados por el número y la suplencia en los diversos servicios y no dar gracias al Señor por ese gran testimonio de fidelidad que hoy representan tantos y tantas religiosos que mueren sin haber “mirado atrás” (Lc 9,62). Ahí tenemos, el gran ejemplo de humildad y anonadamiento que en estos momentos supone aceptar la realidad dolorosa de cerrar casas y reestructurar las provincias. ¡Dios también está hablando en ese empobrecimiento institucional! Y por último, los testimonios del servicio a los pobres, ancianos, enfermos, niños, y jóvenes, cuando el otoño de la existencia toca a retirada, ellos y ellas están allí hasta que llegue la “hermana muerte”, que en no pocos casos tienen el nombre de martirio.
En fin, son nuevos tiempos con grandes desafíos. No tenemos formulas mágicas, no debemos caer en pesimismo contagioso, ni alentar espejismos triunfalistas. Sólo la fe en Dios nos hace ver que sigue habiendo “mas trigo que cizaña”, más santidad que pecado en la Iglesia.
Escrito por Monseñor Juan del Río Martín, Obispo Castrense de España, con motivo de la Jornada Mundial de la Vida Consagrada que se celebra el 2 de febrero de 2012
martes, 31 de enero de 2012
Cuarta Semana del Tiempo Ordinario
«Partió de allí y se fue a su ciudad, y le seguían sus discípulos. Llegado el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga, y muchos de los oyentes, admirados, decían: ¿De dónde sabe éste estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado y estos milagros que se hacen por sus manos? ¿No es éste el artesano, el hijo de María, y hermano de Santiago y de José y de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros? Y se escandalizaban de él.
Y les decía Jesús: No hay profeta menospreciado sino en su propia patria, entre sus parientes y en su casa. Y no podía hacer allí ningún milagro; solamente sanó a unos pocos enfermos imponiéndoles las manos. Y se asombraba por causa de la incredulidad de ellos.» (Marcos 6, 1-6)
Reflexión:
I. «¿No es éste el artesano?» Jesús, en tu ciudad eres bien conocido: eres el artesano. En este oficio, que era el que te enseñó San José, te pasaste la mayor parte de tu vida: unos treinta años de vida corriente.
«Esta verdad, según la cual a través del trabajo el hombre participa en la obra de Dios mismo, su Creador, ha sido particularmente puesta de relieve por Jesucristo, aquel Jesús ante el que muchos de sus primeros oyentes en Nazaret permanecían estupefactos y decían: ¿De dónde le vienen a éste tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada?...¿No es acaso el carpintero? (...) Esto era también el «evangelio del trabajo», pues el que lo proclamaba, él mismo era hombre del trabajo, del trabajo artesano al igual que José de Nazaret» (Juan Pablo II).
Jesús, tengo que aprender de Ti a vivir el evangelio del trabajo; por eso necesito verte en el taller de Nazaret, trabajando duramente, sudando para acabar un encargo: una puerta, una mesa, etc. Tú no dejarías un trabajo a mitad, o lo acabarías «deprisa y corriendo», o harías una chapuza para salir del paso. Te imagino excediéndote en esos trabajos para acabarlos con perfección, esmerándote en los detalles para servir mejor a tus conciudadanos. ¡Cuántos pequeños servicios tuyos pasarían inadvertidos! Eres Dios... sirviendo.
«El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mateo 20,28). Ahora, Jesús, desde tu presencia escondida en el Sagrario, me pides que te sustituya: que, a través de mi trabajo de cada día, aprenda a servir a los demás.
II. «Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad» (Es Cristo que pasa.-47).
Jesús, Tú has hecho del trabajo una realidad santificante y santificadora, un medio para que mejore como persona y pueda ayudar a los demás a que mejoren. Ayúdame a entender con mayor profundidad su importancia: mis relaciones sociales, mis recursos económicos (y de los que dependan de mí) y hasta mi manera de ver la realidad, dependen del trabajo. Mi vida y, por tanto, también mi santidad, gira en torno al trabajo.
Pero el trabajo es un medio, no un fin. Un medio para servir a los demás y para servirte a Ti, Jesús. Si lo convierto en un fin, o en un medio para dominar o para demostrar, entonces ese trabajo no es obra de Dios, sino obra diabólica, porque me hace menos persona. En cambio, cuando se hace con amor y por amor, el trabajo se convierte en testimonio de vida cristiana, en «evangelio del trabajo». Jesús, como propósito concreto quiero ofrecerte cada día mi trabajo; por la mañana, nada más levantarme, y muchas veces al día. Mis pensamientos, palabras y obras, mi vida entera, Señor te ofrezco a Ti, con amor.
Comentario realizado por Pablo Cardona.
Fuente: Una Cita con Dios, Tomo VI, EUNSA – Publicado en http://www.encuentra.com/
domingo, 29 de enero de 2012
Dame un nuevo corazón
Un potpurrí de canciones católicas para sintonizarnos con Él...
La Autoridad y el Evangelio de San Marco 1, 21-28
En el Evangelio de este domingo 29 de enero de 2012, hay una idea principal que el evangelista nos comunica de Jesús: enseñaba con autoridad.
En su homilía dominical, el padre John Henry Buitrago nos hizo al respecto una explicación de diferenciación de dos palabras que algunos confunden con un mismo aparente significado. Estas palabras son poder y autoridad.
La primera de ellas se relaciona con la posibilidad que tiene una persona para dirigir el comportamiento de otro individuo y ser de alguna manera obedecido. El poder nace de una atribución o capacidad externa a la misma persona que lo posee. El poder regularmente es otorgado o conferido por alguien diferente al de la persona usuaria de ese poder, a través de un cargo, una función o una responsabilidad que implique acción sobre otras personas. El poder es autoridad conferida por otro, de manera temporal y para una situación específica. Así las cosas, un gerente puede ordenar a un subalterno en su organización para que haga algo, y éste debe hacerlo de acuerdo a la orden o instrucción recibida. En este caso no hay autoridad natural en quien imparte la instrucción. Sus subalternos pueden no simpatizar o compartir la instrucción recibida, pero tienen que cumplirla.
Se concluye aquí que el ejercicio del poder no siempre está acompañado de autoridad natural. La autoridad conferida, a diferencia de la autoridad natural, tiene la peculiaridad que sirve para “mandar aunque se mande mal”. Y la autoridad natural –como la que muestra Jesús en este evangelio- es algo bien diferente. Por ello decían los escribas y fariseos que lo observaban: “¿Qué es esto? este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen” . La autoridad de Jesús se caracteriza porque no solo predica sino que, hace lo que predica. Jesús invitaba a perdonar a quienes nos ofenden, y Él, perdonó a quienes le crucificaron. Es más: imploró perdón ante su Padre para que ellos fueran objeto de perdón. Jesús predicaba el amor al prójimo y Él nos amó hasta el extremo: nos dio su vida! Ese decir y hacer lo que se dice, es lo que otorga a quien lo hace una autoridad natural sin límite de tiempo o circunstancia. Es en el fondo una muestra de coherencia que testimonialmente arrastra a otros.
Un padre o una madre de familia que pide a sus hijos que hagan algo que ellos mismos no hacen, puede tener poder, pero no autoridad. El Padre John Henry nos aclaraba en su homilía algo muy importante. Esto no quiere decir que si nuestros padres no tienen autoridad natural cuando nos mandan, entonces no debamos obedecerles. Jesús bien lo señaló cuando dijo respecto de unos sacerdotes de su tiempo.”Hagan lo que ellos dicen, aunque ellos no lo hagan, pues fijan normas que ellos mismos no están dispuestos a cumplir”.
jueves, 26 de enero de 2012
2012: una nueva oportunidad para caminar en Comunidad
Cada dia de vida que el Señor nos da es una nueva oportunidad para caminar hacia Él y hacer su Voluntad. Cada año nuevo en nuestra vida, máxime si caminamos en una pequeña comunidad cristiana y católica, es igualmente una oportunidad para mejorar nuestro discipulado alrededor de Jesús y asumir con renovado entusiasmo un apostolado que haga vida nuestra adhesión a Él.
Se ha definido la Pequeña Comunidad como un grupo estable , orgánico y fraternal, de personas evangelizadas y evangelizadoras, centradas en el Señor Jesús y movidas por el Espíritu Santo. Se responsabilizan unas de otras en todas las dimensiones de la vida humana y cristiana, en amor mutuo y atento servicio, cuidando unos de otros y compartiendo en edificación espiritual y solidaridad material, social y espiritual, dando así un testimonio corporativo de nuevos modelos de vida.
Reflexionar cada una de las palabras e ideas que integran esta definición constituye un verdadero ejercicio de revisión de vida comunitaria que a todos hace bien.
En el presente año, nuestras pequeñas comunidades tienen la oportunidad de mejorar sus procesos de formación en la fe, a través de una catequesis semanal en la que todos participemos. El solo estudio y discernimiento de la Palabra sin procesos catequéticos nos pueden mantener en una fe "de carbonero" que aunque inspiradora, nos haría carecer de formación para dar una sólida respuesta a las razones de la esperanza que nos convoca nuestra fe y la Iglesia.
El compromiso apostólico, fruto de un discipulado en Jesús y del deseo de servir a nuestros hermanos es una oportunidad para transparentar a Jesús en nuestros actos de solidaridad y edificación espiritual.
Si bien cada uno de los miembros de las pequeñas comunidades tenemos que vivir nuestra fe y compartirla en nuestros hogares, es indispensable hacer la Voluntad de Jesús cuando nos envió a evangelizar. La Misión es nuestra tarea central. Y la tarea es ahora!
martes, 24 de enero de 2012
San Francisco de Sales obispo y doctor de la Iglesia (1567-1622)
San Francisco de Sales "uno de los más fieles trasuntos del Redentor", era hijo de los marqueses de Sales. Nació en Saboya el año 1567. Se educó en Annecy, en París y en Padua. En 1593 es ordenado sacerdote. Pasa largas horas de oración. "Las almas se ganan con las rodillas", confesaba. Atiende sin prisa al confesionario, predica, asiste a todos los necesitados. Su celo apostólico no tenía fronteras. A él se debe la conversión de más de sesenta mil calvinistas. En 1603 fue consagrado Obispo. Multiplicó su tarea apostólica: catequesis, predicación, Sínodos diocesanos.
Era Obispo titular de Ginebra. Un día Enrique IV, rey de Francia, le ofreció un rico obispado. Francisco contestó: "Me he casado con una mujer pobre. No puedo dejarla por otra mas rica".
Uno de sus más fecundos apostolados fue el de la pluma. "Tratado del Amor de Dios". "El arte de aprovechar nuestras faltas". "Cartas". "Controversias". Y quizá su mejor libro, de perenne actualidad, "Introduccion a la Vida Devota", que comprende una serie de normas para santificarse en el mundo.
Francisco se encontró en su camino con un alma excepcional, San Juana de Chantal. Entre los dos surgió una honda amistad, ejemplo típico de equilibrio afectivo entre dos almas que caminan hacia Dios. Juntos fundaron la Orden de la Visitación, que consiguió pronto óptimos frutos.
Su vida era muy intensa. En París se encontró con Vicente de Paúl, que diría después: "¡Que bueno será Dios, cuando tanta suavidad hay en Francisco!". "Santos son aquellos que guardaron toda la agresividad para si mismos", suele decirse. Eso fue Francisco, exigente consigo mismo, y ejemplo de moderación y de equilibrio para los demás.
Es el santo de la dulzura, el apóstol de la amabilidad. "El más dulce de los hombres, y el más amable de los santos", a pesar de su fuerte temperamento. En 1632 se hizo la exhumación del cadáver, se encontraba en perfecto estado e inclusive elasticidad en los brazos, al mismo tiempo una fragancia dulce emanaba del ataúd.
Es considerado el Santo de la Amabilidad. Prueba de ello son las 33 piedras que obtuvieron de su vesícula biliar el día de su muerte, signo de los contantes esfuerzos por mitigar los corajes que hacía, siempre teniendo un rostro sereno o una sonrisa. "En los negocios más graves derramaba palabras de afabilidad cordial, oía a todos apaciblemente, siempre dulce y humilde", afirma la Cofundadora, que le conocía bien.
La influencia de San Francisco de Sales en la espiritualidad ha sido enorme. Cuando San Juan Bosco buscó un protector para su familia religiosa lo encontró en él, y por eso su obra se llama Salesiana. Murió el 28 de diciembre de 1622, a la edad de 56 años. Sus restos reposan en Annecy, Francia, en el Monasterio de la Visitación
Era Obispo titular de Ginebra. Un día Enrique IV, rey de Francia, le ofreció un rico obispado. Francisco contestó: "Me he casado con una mujer pobre. No puedo dejarla por otra mas rica".
Uno de sus más fecundos apostolados fue el de la pluma. "Tratado del Amor de Dios". "El arte de aprovechar nuestras faltas". "Cartas". "Controversias". Y quizá su mejor libro, de perenne actualidad, "Introduccion a la Vida Devota", que comprende una serie de normas para santificarse en el mundo.
Francisco se encontró en su camino con un alma excepcional, San Juana de Chantal. Entre los dos surgió una honda amistad, ejemplo típico de equilibrio afectivo entre dos almas que caminan hacia Dios. Juntos fundaron la Orden de la Visitación, que consiguió pronto óptimos frutos.
Su vida era muy intensa. En París se encontró con Vicente de Paúl, que diría después: "¡Que bueno será Dios, cuando tanta suavidad hay en Francisco!". "Santos son aquellos que guardaron toda la agresividad para si mismos", suele decirse. Eso fue Francisco, exigente consigo mismo, y ejemplo de moderación y de equilibrio para los demás.
Es el santo de la dulzura, el apóstol de la amabilidad. "El más dulce de los hombres, y el más amable de los santos", a pesar de su fuerte temperamento. En 1632 se hizo la exhumación del cadáver, se encontraba en perfecto estado e inclusive elasticidad en los brazos, al mismo tiempo una fragancia dulce emanaba del ataúd.
Es considerado el Santo de la Amabilidad. Prueba de ello son las 33 piedras que obtuvieron de su vesícula biliar el día de su muerte, signo de los contantes esfuerzos por mitigar los corajes que hacía, siempre teniendo un rostro sereno o una sonrisa. "En los negocios más graves derramaba palabras de afabilidad cordial, oía a todos apaciblemente, siempre dulce y humilde", afirma la Cofundadora, que le conocía bien.
La influencia de San Francisco de Sales en la espiritualidad ha sido enorme. Cuando San Juan Bosco buscó un protector para su familia religiosa lo encontró en él, y por eso su obra se llama Salesiana. Murió el 28 de diciembre de 1622, a la edad de 56 años. Sus restos reposan en Annecy, Francia, en el Monasterio de la Visitación
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