Cuando contemplamos a Jesucristo como sumo y eterno sacerdote,
hallamos al Hijo de Dios, único mediador entre el Padre y los hombres. El
sermón a los Hebreos nos dice: “Tuvo que
asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote
fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo” (Hebreos
2, 17). Jesús hizo partícipe al hombre del sacerdocio, constituyendo un
pueblo sacerdotal. Su función sacerdotal no es únicamente ritual, sino que se
constituye en ofrecimiento personal perfecto, siendo una ofrenda de obediencia
filial a Dios y de entrega fraternal a los hombres.
“Subió al monte y llamó a los
que él quiso; instituyó 12 para que estuvieran con Él, y para enviarlos a
predicar con poder de expulsar los demonios” (Marcos 3, 13 -15). “Jesús les
dijo, como el Padre me envió a Mí, también yo los envío a ustedes” (Juan 20,
21).
Por lo tanto la misión de los apóstoles y de sus sucesores, instituidos
por Cristo, es la continuación de la misión de Cristo: “Quien a ustedes escucha, a Mí me escucha; y quien a ustedes rechaza, a
mí me rechaza; y quien me rechaza a Mí, rechaza al que me ha enviado” (Lucas
10, 16).
La primera función asimilando a Cristo cabeza y pastor, es coordinar
todas las funciones para que converjan al beneficio general del cuerpo.
Factores de unión armónica (ligamentos en coro) convocar, congregar, evitar la
dispersión; y ya congregados, pastorearlos, esto es, acompañarlos, caminar de
cerca, ir de la mano con ellos, alimentarlos con buenos pastos y aguas
cristalinas (Salmo 23; Ezequiel 34; Juan 10).