«Fortalezcan sus corazones» (St 5,8)
Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para
las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de gracia»
(2 Co 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros amemos
a Dios porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a nosotros.
Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos
cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor
le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos
bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no
hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las
injusticias que padecen... Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo
estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta
actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta
tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata
de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos.
Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra
las respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno de
los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el
de la globalización de la indiferencia.
La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una
tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada
Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.
Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el
punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre. En la encarnación, en
la vida terrena, en la muerte y resurrección del Hijo de Dios, se abre
definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra. Y
la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta mediante la
proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos, el testimonio de
la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6). Sin embargo, el mundo tiende a
cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra en el
mundo y el mundo en Él. Así, la mano, que es la Iglesia, nunca debe
sorprenderse si es rechazada, aplastada o herida.
El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación,
para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría proponerles
tres pasajes para meditar acerca de esta renovación.
1. «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26)
La Iglesia
La caridad de Dios
que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos de la indiferencia, nos la ofrece la
Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo, con su testimonio. Sin embargo, sólo
se puede testimoniar lo que antes se ha experimentado. El cristiano es aquel
que permite que Dios lo revista de su bondad y misericordia, que lo revista de
Cristo, para llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres. Nos lo
recuerda la liturgia del Jueves Santo con el rito del lavatorio de los pies.
Pedro no quería que Jesús le lavase los pies, pero después entendió que Jesús
no quería ser sólo un ejemplo de cómo debemos lavarnos los pies unos a otros.
Este servicio sólo lo puede hacer quien antes se ha dejado lavar los pies por
Cristo. Sólo éstos tienen “parte” con Él (Jn 13,8) y así pueden servir al
hombre.
La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por
Cristo y así llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de
Dios y cuando recibimos los sacramentos, en particular la Eucaristía. En ella
nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar
para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros
corazones. Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es
indiferente hacia los demás. «Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un
miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26).
La Iglesia es communio
sanctorum porque en ella participan los santos, pero a su vez porque es
comunión de cosas santas: el amor de Dios que se nos reveló en Cristo y todos
sus dones. Entre éstos está también la respuesta de cuantos se dejan tocar por
ese amor. En esta comunión de los santos y en esta participación en las cosas
santas, nadie posee sólo para sí mismo, sino que lo que tiene es para todos. Y
puesto que estamos unidos en Dios, podemos hacer algo también por quienes están
lejos, por aquellos a quienes nunca podríamos llegar sólo con nuestras fuerzas,
porque con ellos y por ellos rezamos a Dios para que todos nos abramos a su
obra de salvación.
2. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9)
Las parroquias y las
comunidades
Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario
traducirlo en la vida de las parroquias y comunidades. En estas realidades
eclesiales ¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo?
¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce
a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos
refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el
mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (cf.
Lc 16,19-31). Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que Dios nos da es
preciso superar los confines de la Iglesia visible en dos direcciones.
En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la
oración. Cuando la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y
de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su
plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la
indiferencia. La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a
los sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos ya contemplan y
gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de Jesús, vencieron
definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta
victoria del amor no inunde todo el mundo, los santos caminan con nosotros,
todavía peregrinos. Santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía
convencida de que la alegría en el cielo por la victoria del amor crucificado
no es plena mientras haya un solo hombre en la tierra que sufra y gima: «Cuento
mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir trabajando
para la Iglesia y para las almas» (Carta 254,14 julio 1897).
(Continúa en la siguiente entrada).