jueves, 30 de junio de 2011

AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS



Santísimo Corazón de Jesús, Dios y hombre verdadero, refugio de los pecadores y esperanza de los que en Ti confían; Tú nos dices amablemente: vengan a Mí; y nos repites las palabras que dijiste al paralítico: “confía hijo mío”; tus pecados te son perdonados, y a la mujer enferma:”confía hija, tu fe te ha salvado”, y a los Apóstoles:”Confíen, Yo soy, no teman”.

Animado(a) con estas palabras tuyas, acudo a Ti con el corazón lleno de confianza, para decirte sinceramente y desde lo más íntimo de mi alma: Corazón de Jesús, en Ti confío. Amén!

viernes, 24 de junio de 2011

QUIZÁS MAÑANA SEA TARDE!

¿Por qué confesarse?




Quien ha tenido la desgracia de pecar gravemente, si quiere salvarse, no tiene más remedio que confesarse para que se le perdonen sus pecados. Es cierto que con el acto de perfecta contrición , puede uno recobrar la gracia, pero para esto hay que tener, además, el propósito firme de confesar después estos pecados, aunque estén ya perdonados; pues Jesucristo ha querido someter al sacramento de la confesión todos los pecados graves.Por voluntad del Cristo , la Iglesia posee el poder de perdonar los pecados de los bautizados, y ella lo ejerce de modo habitual en el sacramento de la penitencia por medio de los obispos y de los presbíteros . Este sacramento se llama también de la Reconciliación, pues nos reconcilia con Dios y con la Comunidad Cristiana de la cual el pecador se separa vitalmente, al perder la gracia por el pecado grave.


Pío XII en la Encíclica Mystici Corporis habla de los valores de la confesión frecuente diciendo que aumenta el recto conocimiento de uno mismo, crece la humildad cristiana, se desarraiga la maldad de las costumbres, se pone un dique a la pereza y negligencia espiritual, y se aumenta la gracia por la misma fuerza del sacramento . Y el Concilio Vaticano II habla de la confesión sacramental frecuente que, preparada por el examen de conciencia cotidiano, tanto ayuda a la necesaria conversión del corazón.Quien vive en pecado grave es muy fácil que se condene por tres razones:1) Porque después es muy posible que le falte la voluntad de confesarse, como le falta ahora.2) Porque, aun suponiendo que no le falte esta voluntad, es posible que le sorprenda la muerte sin tiempo para confesarse.3) Finalmente, quien descuida la confesión, y va amontonando pecados y pecados, cada vez encontrará más dificultades para romper. Un hilo se rompe mucho mejor que una maroma. Para arrepentirse sería entonces necesario un golpe de gracia prodigioso; y esta gracia sobreabundante Dios no suele concederla a quien se obstina en el mal.


El examen de conciencia


Examen de conciencia consiste en recordar los pecados cometidos desde la última confesión bien hecha. Naturalmente, el examen se hace antes de la confesión para decir después al confesor todos los pecados que se han recordado; y cuántas veces cada uno, si se trata de pecados graves.Si sabes el número exacto de cada clase de pecados graves, debes decirlo con exactitud. Pero si te es muy difícil, basta que lo digas con la mayor aproximación que puedas: por ejemplo, cuántas veces, más o menos, a la semana, al mes, etc. Y si después de confesar resulta que recuerdas con certeza ser muchos más los pecados que habías cometido, lo dices así en la próxima confesión. Pero no es necesario que después de confesar sigas pensando en el número de pecados cometidos, pues entonces nunca quedaríamos tranquilos. Si hiciste el examen con diligencia, no debes preocuparte ya más: todo está perdonado.


Dolor de los pecados

Dolor de los pecados es arrepentirse de haber pecado y de haber ofendido a Dios. Arrepentirse de haber hecho una cosa es querer no haberla hecho, comprender que está mal hecha, y dolerse de haberla hecho. El arrepentimiento es un aborrecimiento del pecado cometido; un detestar el pecado .El arrepentido aborrece la ofensa a Dios, y propone no volver a ofenderloNo es lo mismo el dolor de una herida -que se siente en el cuerpo- que el dolor de la muerte de una madre -que se siente en el alma-. El arrepentimiento es «dolor del alma». Pero el dolor de corazón que se requiere para hacer una buena confesión no es necesario que sea sensible realmente, como se siente un gran disgusto. Basta que se tenga un deseo sincero de tenerlo. El arrepentimiento es cuestión de voluntad. Quien diga sinceramente quisiera no haber cometido tal pecado tiene verdadero dolor. El dolor es lo más importante de la confesión. Es indispensable: sin dolor no hay perdón de los pecados

Contrición perfecta y atrición

Contrición perfecta es un pesar sobrenatural del pecado por amor a Dios, por ser Él tan bueno, porque es mi Padre que tanto me ama, y porque no merece que se le ofenda, sino que se le dé gusto en todo y sobre todas las cosas. Contrición es arrepentirse de haber pecado porque el pecado es ofensa de Dios. Siempre con propósito se enmendarse desde ahora y de confesarse cuando se pueda. La contrición es dolor perfecto.

Atrición es un pesar sobrenatural de haber ofendido a Dios por temor a los castigos que Dios puede enviar en esta vida y en la otra, o por la fealdad del pecado cometido, que es una ingratitud para con Dios y un acto de rebeldía. Siempre con propósito de enmendarse y de confesarse. La atrición es dolor imperfecto, pero basta para la confesión .Un ejemplo: un chico jugando a la pelota en su casa rompe un jarrón de porcelana que su madre conservaba con cariño y, al ver lo que ha hecho, se arrepiente. Si lo que teme es el castigo que le espera, tiene dolor semejante a la atrición; pero si lo que le duele es el disgusto que se va a llevar su madre, tiene un dolor semejante a la contrición.


No deberíamos olvidar nunca aquel admirable consejo: Pecador, no te acuestes nunca en pecado; no sea que despiertes ya condenado.

Propósito de enmienda


Propósito de enmienda es una firme resolución de no volver a pecar. El propósito brota espontáneamente del dolor . Si tienes arrepentimiento de verdad, harás el propósito de no volver a pecar. Si el propósito no se extendiese también a poner todos los medios necesarios para evitar las ocasiones próximas de pecar, no sería eficaz, mostraría una voluntad apegada al pecado, y, por lo tanto, indigna de perdón. Quien, pudiendo, no quiere dejar una ocasión próxima de pecado grave, no puede recibir la absolución. Y si la recibe, esta absolución es inválida y sacrílega.

Decir los pecados al confesor


Al confesor hay que decirle voluntariamente, con humildad, y sin engaño ni mentira, todos y cada uno de los pecados graves no acusados todavía en confesión individual bien hecha ; y en orden a obtener la absolución . No tendría carácter de confesión sacramental manifestar los pecados para pedir consejo, obligarle a callar, etc. .

Cumplir la penitencia


Cumplir la penitencia es rezar o hacer lo que el confesor me diga. La exhortación pontificia de Juan Pablo II Reconciliación y Penitencia (31,3) dice que las obras de satisfacción deben consistir en acciones de culto, caridad, misericordia y reparación.Si no sé o no puedo cumplirla, debo decírselo al confesor para que me ponga una penitencia distinta. La penitencia se llama también satisfacción, pues de algún modo quiere expresar nuestra voluntad de reparación a la Iglesia del daño que le hemos producido al pecar, convirtiéndonos en miembros cancerosos del Cuerpo Místico de Cristo. Cumplir la penitencia es también expresión de nuestra voluntad de conversión cristiana.


Síntesis de artículo escrito por Jorge Loring en www.encuentra.com

EVITA LA RUTINA EN TU MATRIMONIO



Este es uno de los videos más consultados en internet sobre la vida en pareja. Su orientación es sana y recuerda elementos que todos conocemos, pero que podemos olvidar por estar inmersos en la agitada vida del trabajo.

El Lic. Daniel Herrera, Terapeuta Familiar habla a todas las personas con un matrimonio vigente que pueden estar teniendo dificultades por falta de una innovación en la manera de vivir su vida de pareja.

Nota de Humor

Llegan tres billetes al cielo: uno de $50.000, otro de $20.000 y uno de $10.000. Tocan a la puerta y sale San Pedro, quien después de mirarlos les dice: "No pueden entrar!"

Unos minutos más tarde, llegan al mismo lugar otros tres billetes. Uno de $5.000, otro de $2.000 y uno bien viejito y arrugado de $1.000. San Pedro los observa y los invita a entrar al cielo. Los otros 3 billetes de mayor denominación que observaban la escena protestaron:
"¿Porqué a ellos si los dejas entrar y a nosotros nó?

San Pedro les respondió: "A ustedes, nunca los ví en misa!"

martes, 21 de junio de 2011

La reunión semanal

Un elemento importante de la vida en Pequeña Comunidad lo constituye la reunión semanal. Porque es en tal ocasión que sus miembros tienen la oportunidad de hacer un encuentro colectivo y personal con el Señor, a través de su Palabra y de la presencia del Espíritu Santo en la mente y los corazones de sus integrantes.

Cuando se participa de este encuentro, ocurren varios hechos especiales que son únicos en su oportunidad y en su alcance:

· Es agregar a nuestra vida espiritual individual, un carácter comunitario en una misma familia. Una familia en la que somos hijos de un mismo Padre, hermanos de Jesús y herederos del cielo con la ayuda del Espíritu Santo
· Ocasión de escuchar y discernir la Palabra Dios, con el amplio eco de sus participantes y orientar nuestra vida, a encarnar dicha Palabra
· Reconocernos necesitados del Señor, de su luz, de su Amor y su Misericordia, sin la cual muy poco podemos alcanzar.
· Edificarnos en el testimonio cristiano de nuestros hermanos de comunidad, para valorar la multiforme Gracia de Dios en nuestras vidas. Verificar una vez más, que creemos en un Dios vivo y que actúa en cada uno de nosotros
· Formarnos catequéticamente para conocer mejor los fundamentos de nuestra fe, la doctrina de la Iglesia y poder dar razón de nuestra esperanza a los demás
· Ayudar a los hermanos que se encuentran en alguna dificultad, escuchándolos, conociendo su realidad, identificando a la luz del Evangelio cómo podemos ayudarlos y reforzar una identidad corporativa de una nueva forma de vida
· Practicar la oración y la alabanza al Dueño de la Vida, Rey de Reyes y Señor de Señores!
· Articularnos con los diferentes ministerios de nuestra Iglesia, según los Dones y Carismas recibidos del Espíritu Santo, para servir a los demás dentro de la comunidad parroquial
· Practicar en cada reunión los retos de la vida fraterna, con todos sus momentos de dificultad, pero también con sus momentos de crecimiento espiritual y social. Pequeña Comunidad que no tiene momentos de dificultad en la relación de sus miembros, no existe! La primera comunidad integrada por los Apóstoles así nos lo demostró.
· Practicar la corrección fraterna, como lo indica la Palabra de Dios, para ser cada vez más humildes pero igualmente más grandes como cristianos.
· Discernir los signos de los tiempos que vivimos, para entender las dificultades y contradicciones del hombre de hoy. Revisar nuestro propio comportamiento y actitudes hacia los demás, para aprender a verlos con la mirada de Jesús.
· Hacer de la asistencia a las Eucaristías, ocasión de fortaleza en el Señor
· Participar en las actividades pastorales de la Parroquia, de manera coordinada y entusiasta.

Quien no asiste con regularidad a la reunión semanal no solo está fallando a sus hermanos. Esta dándose ocasión de debilitar su caminar, de adquirir tibiezas comportamentales, de perder comunión con la Iglesia y permitirse un riesgo en sus propósitos de vida en comunidad. La asistencia semanal a la reunión de la Pequeña Comunidad es vital para calmar nuestra sed de Dios.

jueves, 16 de junio de 2011

PALABRA DE DIOS




En un mundo como el actual, preocupado por todo lo que es visible y se puede tocar, es cada vez más excepcional darnos un espacio para cultivar nuestra vida interior, darle la oportunidad a nuestro espíritu para que se sintonice con su Creador, para reconocerle a Él, el lugar que les corresponde en todos nuestros actos: el centro.

Porque Él es nuestro verdadero tesoro y quien le da pleno sentido a nuestra vida.
Tanto correr casi todos los días, para concluir que por muchos bienes materiales que podamos conseguir, a la hora de la verdad, nada tenemos. Solo Dios basta! A Él lo encontramos en su Palabra, en la oración, en el hermano que sufre, en la Eucaristía!

domingo, 5 de junio de 2011

DIMENSIONES DEL MARTIRIO - ARTICULO DE KARL RAHNER





Este artículo, publicado poco antes de la muerte del autor, se ha ido convirtiendo en una referencia antológica ya clásica en el tema de la "ampliación del concepto de martirio" que está a la base del conocido martirologio latinoamericano. Aparición original: Revista «Concilium» 183 (marzo 1983) 321-324.

En el presente ensayo vamos a propugnar una cierta ampliación del concepto tradicional de martirio. El concepto tradicional de martirio, tal como hoy se emplea en la Iglesia, es conocido. Aquí no pretendemos analizar su evolución a lo largo de la historia de la Iglesia, ni su relación con la noción bíblica de martirio, ni las conexiones existentes entre esta noción neotestamentaria y otros conceptos y categorías afines, como predicación, profeta, confesión, muerte, etc. Aquí presuponemos el concepto de martirio hoy tradicional en la Iglesia.


Con tal concepto, perteneciente a la vez al campo de la dogmática y al de la teología fundamental, se designa el hecho de aceptar morir por la fe de forma libre y resignada, no luchando activamente como en el caso de los soldados. El término «fe» incluye también la moral cristiana, como lo muestra el dato de que la Iglesia venera como mártir a santa María Goretti, apuñalada en 1902 por un muchacho de la vecindad por oponerse enérgicamente a sus requerimientos. Por lo que se refiere a la «fe», puede tratarse de la totalidad del credo cristiano o de una verdad concreta de la doctrina cristiana en materia de fe y costumbres, en cuyo caso tal verdad se contempla siempre enmarcada en el conjunto del mensaje cristiano. La muerte «in odium fidei» ha de aceptarse siempre conscientemente, de suerte que es preciso distinguir entre el «martirio» y el «bautismo de sangre».

La peculiaridad de este concepto reside en que, desde el punto de vista de la Iglesia, no puede aplicarse a la muerte sufrida en una lucha activa. Por eso nos preguntamos si hay que considerar como algo necesaria y permanentemente unido al concepto de martirio tal exclusión de una muerte sufrida luchando activamente por la fe cristiana y sus exigencias morales, incluso con respecto a la sociedad. Esta pregunta es de gran importancia para la vida cristiana y eclesial, porque la atribución del martirio a un cristiano combatiente constituiría para otros cristianos una notable recomendación eclesiástica de tal combate activo como un ejemplo digno de imitarse.

Ante todo, es claro que unos conceptos como los que aquí están en juego tienen su historia y son susceptibles de modificaciones legítimas. A decir verdad, el único problema radica en precisar si la aceptación resignada de la muerte por causa de la fe y el hecho de morir luchando activamente por esa misma fe (o por alguna de sus exigencias) pueden englobarse bajo un concepto de martirio, dado que entre ambas formas de muerte hay una amplia y profunda coincidencia y que aplicarles el mismo concepto no implica negar una diferencia permanente entre las dos. De hecho hay muchos conceptos que engloban dos realidades en razón de su semejanza objetiva, sin que por eso se nieguen o velen necesariamente sus diferencias. (En el vocabulario eclesiástico, el término «pecado» designa la «corrupción hereditaria» y el estado pecaminoso resultante de las culpas personales, sin que por ello sea preciso negar una diferencia radical entre los dos estados). Es cierto que el hecho de soportar pacientemente la muerte por causa de la fe tiene una relación peculiar con la muerte de Jesús, quien por su muerte paciente pasó a ser el testigo fiel y fidedigno por antonomasia. Pero esta innegable diferencia entre las dos formas de muerte no excluye que puedan englobarse bajo el único concepto y término de martirio.
Para discutir esto, es decir, para poner de manifiesto la semejanza interna y esencial de esas dos formas de muerte, pese a las diferencias existentes entre ellas, es preciso reflexionar sobre muchos aspectos. Ante todo la muerte de Jesús, «soportada pasivamente», fue consecuencia de su lucha contra quienes tenían en aquella época el poder religioso y político. Jesús murió porque luchó; su muerte no debe ser contemplada al margen de su vida. Por otra parte, también «soporta» su muerte quien cae luchando activamente por las exigencias de sus convicciones cristianas, incluso en lo que respecta a la dimensión de la sociedad pública, bajo ciertas condiciones. De hecho, tal muerte no se busca directamente por sí misma e incluye un elemento pasivo, del mismo modo que la muerte del mártir en sentido tradicional encierra también un elemento activo, pues ese mártir provoca con su testimonio activo y con su vida la situación en que no podrá librarse de la muerte sin renegar de su fe.

Como es natural, puede seguir constituyendo un problema determinar con qué exactitud es preciso definir la lucha activa y distinguirla de otros hechos análogos para que la muerte acaecida en esa lucha activa pueda y deba ser calificada como martirio. No todo el que cae en una guerra religiosa combatiendo en el campo cristiano o en el católico puede ser considerado como mártir. En tales guerras religiosas influyen también demasiados factores terrenos, y no está claro si cada combatiente cuenta en serio con su muerte y la acepta de verdad. Pero ¿por qué no habría de ser mártir un monseñor Romero, por ejemplo, caído en la lucha por la justicia en la sociedad, en una lucha que él hizo desde sus más profundas convicciones cristianas?
La actitud de soportar pasivamente la muerte no debemos concebirla exclusivamente en la forma en que solemos imaginarnos a los mártires del cristianismo antiguo, conducidos ante un tribunal y condenados a muerte en un juicio. El soportar la muerte -actitud pasiva, pero tomada mediante una opción voluntaria- puede adoptar formas totalmente distintas. Los «perseguidores» modernos no darán a los cristianos de hoy ninguna posibilidad de confesar su fe al estilo de los tres primeros siglos del cristianismo ni les brindarán la oportunidad de aceptar una muerte impuesta por la sentencia de un tribunal. No obstante, bajo estas modalidades más anónimas de la persecución actual es posible prever y aceptar la muerte, del mismo modo que en el caso de los mártires antiguos. Y es posible también preverla y aceptarla en cuanto consecuencia de una lucha activa por la justicia y otras realidades y valores cristianos. De hecho, es extraño que la Iglesia haya canonizado a Maximiliano Kolbe como confesor y no como mártir. Quien contemple a Maximiliano Kolbe sin ideas preconcebidas, prestará mayor atención a su muerte y a su conducta en el campo de concentración que a su vida anterior, y lo considerara como mártir de un amor cristiano desinteresado.

En cualquier caso, las diferencias entre morir por causa de la fe en una lucha activa y morir por causa de la fe soportando la muerte pasivamente son demasiado fluidas y difíciles de precisar como para que sea preciso distinguir conceptualmente las dos formas de muerte no expresándolas con el mismo término. En los dos casos se da la misma aceptación expresa y resuelta de la muerte por la misma motivación cristiana; en los dos casos es la muerte una aceptación de la muerte de Cristo que, por constituir el acto supremo del amor y la fortaleza, pone sin reservas al hombre creyente en manos de Dios y representa una unión radical de dos acciones: la del amor y la de verse privado del propio ser por el no -incomprensible, pero sumamente eficaz- de los hombres al amor de Dios que se revela. En los dos casos aparece la muerte como plena y clara manifestación de la verdadera naturaleza de la muerte cristiana. También cuando se cae luchando por las convicciones cristianas constituye la muerte un testimonio en favor de la fe caracterizado por una decisión sin reservas; tal decisión integra en la muerte toda la existencia, está inspirada y sustentada por la gracia de Dios y se toma en medio de la más profunda impotencia interna y externa, que el hombre acepta resignadamente. Todo ello puede aplicarse también a la muerte sufrida en la lucha, ya que, en la vivencia de su fracaso, estos combatientes experimentan y sufren su propia impotencia y el poder del mal, lo mismo que el mártir paciente en sentido tradicional.
En nuestra defensa de una cierta ampliación del concepto tradicional de mártir, podemos apoyarnos también en Tomás de Aquino. Santo Tomás afirma que, si su muerte tiene una relación clara con la de Cristo, es mártir quien muere defendiendo la sociedad (res publica) contra los ataques de sus enemigos que intentan corromper la fe cristiana (In IV Sent. dist. 49, q. 5, a. 3, qc. 2 ad 11) . La corrupción de la fe de Cristo a que se opone ese defensor de la sociedad puede referirse también a una dimensión concreta de la convicción cristiana, pues de lo contrario tampoco podría considerarse como martirio el hecho de soportar pasivamente la muerte por una exigencia ética y cristiana concreta. Así, pues, en su Comentario a las Sentencias, santo Tomás defiende un concepto más amplio de martirio, tal como lo proponemos aquí.

Una «teología política» legitima y una teología de la liberación deberían adherirse a esta ampliación del concepto de mártir. Tal ampliación tiene una importancia práctica muy concreta para un cristianismo y una Iglesia que quieren ser conscientes de su responsabilidad con respecto a la justicia y la paz en el mundo.

viernes, 3 de junio de 2011

El sagrado silencio en la celebración litúrgica

Por Nicola Bux

Profesor de Liturgia oriental en Bari (Italia) y consultor de las Congregaciones para la Doctrina de la Fe, para las Causas de los Santos, para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, así como de la Oficina para las Celebraciones del Sumo Pontífice.


ROMA, jueves 2 de junio de 2011 (ZENIT.org).- “Cuando un silencio apacible envolvía todas las cosas … tu Palabra omnipotente se lanzó desde el cielo” (cf. Sab 18,14-15). Así una antífona de la octava de Navidad recuerda, con extraordinaria libertad, cómo en la noche del Éxodo se realizó la liberación del hombre y la emancipación del pecado. Para reconocerle presente en el mundo, es más, en la acción pública que es la liturgia – sagrada precisamente con motivo de la Presencia – es necesario “guardar silencio!, es decir, callar. Es necesario callar para escuchar, como al inicio de un concierto, de lo contrario el culto, es decir, la relación cultivada, profunda con Dios, no puede comenzar, no se Le puede “celebrar”.


Esto es indispensable para rezar: “retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto”(Mt 6,6). La habitación es el alma, pero también el templo, dicen los Padres. ¿Qué secreto puede ser mantenido sin silencio? El secreto de la conciencia en el que se puede oír la voz de Dios, en la noche silenciosa como para Samuel. Hace falta silencio para que Dios pueda hablar y nosotros escucharle. Por esto vamos a la iglesia, para celebrar el culto divino, sagrado porque desciende del silencio eterno en el tiempo tan ruidoso, para apaciguarlo y orientarlo a lo Eterno. No hay duda de que la posición frontal del sacerdote en el altar hacia el pueblo induce a la distracción suya y de los fieles, desorientando la dirección de la oración: imitemos al Santo Padre que mira al Crucificado.

En esta fotografia Mons. Nicola Bux dialoga con S.S. Benedicto XVI

El silencio debe ser recuperado, limitando al mínimo las palabras por parte de quien debe dar indicaciones preparatorias a la celebración. Los sacerdotes, las religiosas dedicadas al servicio, los ministros deben limitar palabras y movimientos, porque están en presencia de Aquel que es la Palabra. Este silencio se pide al inicio de la Santa Misa para el examen de conciencia, aunque breve, en el que reconocer nuestros pecados “antes de celebrar los Santos Misterios”.


Tras la invitación a rezar con el Oremus, el sacerdote se recoge en silencio, para rezar y para dar tiempo a los fieles a hacer lo mismo y unir así su propia intención a esa oración que el sacerdote pronunciará “recogiendo” – por ello se llama oración “colecta” – y presentándola al Señor. Con esta oración, comienza en la Misa la función sacerdotal de mediación entre el pueblo santo y el Señor.


De la oración a Dios se pasa a la escucha de Dios. El Sínodo sobre la Palabra de Dios no olvidó insistir en el silencio como espacio privilegiado para recibirla. Los misterios de Cristo – el Papa lo recuerda en la Exhortación apostólica post-sinodal Verbum Domini – están unidos al silencio, como dicen los Padres de la Iglesia. Así, más que multiplicar los encuentros bíblicos, es necesario tener “realmente en el centro el encuentro personal con Cristo que se nos comunica en su Palabra” (n. 73). La liturgia de la Palabra es tal porque tiene lugar en el silencio sagrado.


El Ordo Missae sugiere, en este punto, que haya habido o no homilía, se guarde silencio. Parece una ejercitación “al encuentro desnudo, silencioso, austero... al coloquio espontáneo, alegre, adorante con la divina Majestad, como arrastrados en la estela de la oración misma de Cristo” (Pablo VI, Discurso a los Abades de la Confederación Benedictina, 30 de septiembre de 1970, n. 3). Es una invitación a los monjes: pero todo cristiano debe ser en alguna medida monje, es decir, habitar solo con el Señor. La liturgia sagrada capacita para esto. La Regla benedictina exhorta al monje a hacer que su mente esté en armonía con su voz (cf. 19,7): “Parece una cosa sencillísima, diríamos natural – subraya Pablo VI – pero tener esta armonía interna entre la voz y la mente, y una de las cosas más difíciles” (Discurso a los Abades, cit.). Precisamente la dinámica de la relación entre Dios que habla y el fiel que escucha y responde con el salmo o la oración – según la clásica tripartición conservada en la semana santa: lectura, responsorio, oración – constituye el ejercicio necesario, la ruminatio de los Padres, para asimilar y hacer que voz y mente se armonicen. Esto es particularmente útil en vista de la oferta de sí, de nuestros cuerpos en sacrificio espiritual “como culto según la razón”, que para esto “renueva la mente” con el fin de distinguir la voluntad de Dios, lo que es bueno, a él grato y perfecto (cf. Rm 12,1-2). La renovación de la mente es el juicio según Dios y no según el mundo. La liturgia debe favorecer la conversión de la mentalidad mundana y carnal, que tiende siempre a conquistar a clérigos y laicos. Renovar la mente significa mirar la realidad y no seguir las propias ideas – la ideología –, porque él hace nuevas todas las cosas.
El silencio puede volver a aflorar en el ofertorio, donde no es necesario ni obligatorio que las fórmulas previstas de la ofrenda sean dichas en voz alta. Se podría también sugerir que, en el futuro, la Plegaria Eucarística, también en la Misa de Pablo VI, pudiera recitarse submissa voce, casi en silencio, para favorecer el recogimiento: como se hacía y se sigue haciendo en la celebración en “forma extraordinaria”. ¿Es siempre necesario escuchar palabras tan arcanas, especialmente las de la consagración? Si el sacerdote abajase el tono de la voz, no recitaría, sino que rezaría verdaderamente y favorecería el recogimiento y la unión de los fieles a su oración de medación sacerdotal. Análogo silencio se recomienda especialmente a la acción de gracias después de la Comunión.


Pero, más allá de los momentos específicos, es toda la liturgia, es más, la Iglesia misma como espacio sagrado, la que necesita recuperar el clima de silencio. Esta exigencia llevaba a preordenar espacios de reunión como nártex y atrios para pasar del exterior al interior, de la dispersión al recogimiento. ¿No serviría también en nuestros días? “La capacidad de interioridad, una mayor apertura del espíritu, un estilo de vida que sepa sustraerse a lo que es ruidoso e invasivo, deben volver a parecernos metas que colocar entre nuestras prioridades. En Pablo encontramos la exhortación a reforzarse en el hombre interior (Ef 3,16). Seamos honrados: hoy hay una hipertrofia del hombre exterior y un debilitamiento preocupante de su energía interior” (J. Ratzinger, Fede, Verità, Tolleranza. Il cristianesimo e le religioni del mondo, Cantagalli, Siena 2003, p. 167).