Hoy, una gran mayoría de las
personas, viven en una frenética carrera alrededor de actividades que, de
alguna manera, se han convertido en la preocupación central de su existencia. Muchos
corren como razón única, detrás de un ingreso económico para proveer a su
familia unas condiciones de bienestar y satisfacción de necesidades materiales.
Otros, corren a la búsqueda de alcanzar posiciones sociales de importancia y
ejercicio de poder. Otros más, buscan crecer intelectualmente y dominar algún
tema o escuela de pensamiento. E igualmente, no faltan quienes su carrera por
la vida están relacionada con la búsqueda de una vida interior, que le de trascendencia
a su existir.
Naturalmente, no podemos dejar
por fuera de este panorama, aquellos que no tienen claro unos propósitos y
viven cada día en la parsimoniosa y estéril condición de despreocupación e
indiferencia por su propio futuro.
El creciente relativismo
predominante en las últimas décadas, que ha transformado principios y valores
de antigua data, tales como la importancia de la vida familiar, el respeto por
el otro, el valor de la verdad y la honestidad en todas las disciplinas, ha
trastornado y desorientado al hombre actual. Algunos de ellos, cuando tienen
ocasión de un momento de reflexión, terminan no sabiendo realmente qué hacer con su vida, con sus
talentos y con su tiempo.
Dentro de la cultura cristiana,
habita en nuestro corazón la invitación
de Dios a buscar el mejoramiento continuo,
es decir, la perfección. Los modelos de
vida deseados han ido cambiando significativamente en el tiempo. Unas décadas
atrás, las personas buscaban como ideal de vida el desarrollar unos estudios
que le aportaran el conocimiento de una profesión u ocupación y, luego, dedicar
el resto de su existencia a explotar dicho conocimiento, en un entorno de
responsabilidades y derechos, en procura
de construir un patrimonio económico para conformar una familia, educar unos
hijos y tener de sustento en la vejez. Ese fue un modelo en el que crecimos
muchas generaciones y en su momento creímos que conformaba un paradigma
confiable y estable para seguir.
Voltear a mirar la realidad
presente y entender los signos de los tiempos actuales, nos pone de cara a un panorama de medios y de
fines distintos a los descritos anteriormente. Veamos.
Hoy pareciera ser que cada vez
menos personas están dispuestas a asumir compromisos con otros e incluso
consigo mismos. Nacidos en un ambiente de familias frecuentemente desintegradas,
donde predomina la ruptura temprana de las parejas –unos casados por algún rito
religioso, otros por uniones libres- muchas mujeres han tenido que salir a
guerrear en el mundo un sitio donde trabajar y poder hacerle frente a los efectos
de dicha ruptura. Muchas veces no es fruto del desarrollo armónico y
planificado de la mujer, sino su
angustiosa respuesta a tener que frentear unas responsabilidades desconocidas
en su ámbito de pareja. Esto ha impactado igualmente el proceso de formación de
los hijos.
No es lo mismo, una familia en la
que los hijos cuentan con un soporte, psicológico, espiritual, afectivo y
material de un padre y una madre, que lo resultante en un hogar donde hay sólo
un padre o una madre, que se multiplica para llenar el vacío de su pareja.
Tanto el hombre como la mujer que encabezan una familia tienen en su
conformación psicosocial unos patrones de conducta que le son propios a cada
uno, en razón de su género, de la formación recibida de sus padres y hasta de elementos
biológicos herenciales que modelan su conducta y su manera de vivir la vida.
Estos patrones de conducta son elementos esenciales en la formación de
principios y valores de los hijos, lo que hará que estos últimos, los reproduzcan
en su propio comportamiento y forma de afrontar su desarrollo. Es una de las
varias razones por las que una familia de las que ahora se pretende imponer,
integrada por una pareja de dos hombres o dos mujeres, tiene serios impactos desfavorables,
en el equilibrio de conceptos de los hijos que forman en su entorno.
Y el efecto de lo anterior no
para ahí. Imaginémonos los conflictos que a nivel espiritual y religioso puede
plantear una conformación familiar de estas características. En el caso
cristiano por ejemplo, el modelo de familia que propone las Sagradas
Escrituras, claramente está integrado por un padre, una madre y unos hijos. Así
lo evidenciamos en María, José y el niño Jesús. Cada uno de estos sagrados
personajes aportó insumos especiales en la educación de Jesús. Si bien en el
Salvador hubo dos naturalezas, una divina y otra humana, quiero referirme
especialmente aquí a la formación del niño Jesús como persona humana, igual a
nosotros (menos en el pecado) pero igualmente sensible, expuesto a la debilidad
y a las tentaciones, que aprendió grandes valores y vivió grandes testimonios
de vida de José y María. No olvidemos cuantas dificultades tuvieron que
afrontar y sortear en su tiempo los padres de Jesús. Nada les fue fácil. Fueron
una pareja de un hombre trabajador y una mujer de hogar, de oración y de gran
sumisión a Dios, perseguidos, que vivieron el desplazamiento forzado para proteger
la vida del Salvador del mundo.
Así las cosas, los niños de hoy
llegan a una sociedad que ciertamente ha avanzado mucho en aspectos de ciencia
y tecnología, pero que está inmersa en
un mundo de placeres y experiencias tan variadas, donde el valor del esfuerzo
en el trabajo ha disminuido y donde se busca, a toda costa, lograr bienestar
material muy rápidamente. En un entorno así, se hace muy difícil la educación
de la voluntad, la planeación de vida, la valoración de aspectos tan
importantes como la paciencia, la persistencia, el aprender a caer y
levantarse, a entender que nada es gratuito en este mundo y que el trabajo es
un medio para lograr nuestras metas.
Todo esto viene produciendo una
juventud y una sociedad corto-placista, con desconocimiento de Dios, pero en la
búsqueda de experiencias nuevas que les permita lograr metas de bienestar muy
rápidas. Como el mundo no es así, entonces son frecuentemente inestables en sus
propósitos y poco amigos de compromisos de mediano y largo plazo, que son los
que en el mundo real conducen a los mejores resultados. Como dice Germán
Sánchez Griese personas con “una fe débil en una sociedad líquida”.
En forma paralela y simultánea a
lo anterior, muchos hombres y mujeres de hoy no dejan espacio para edificar su
vida interior, ahogados por el activismo de la vida exterior. ¿Dónde se nos
quedó casi que olvidado, el cuidado de nuestra vida espiritual y de la relación
con Dios?
Al menos en Colombia, la mayoría
de las generaciones que hoy viven provenimos de familias cristianas católicas,
en las que aceptamos –y por lo tanto creemos- que existe un solo Dios trino
(Padre, Hijo y Espíritu Santo) que nos ha dado la vida, que nos dio a su hijo
encarnado en nuestra naturaleza para comunicarnos “la Nueva” de un modelo de
vida acorde con lo que dicen los Evangelios y que VIVE y permanece con nosotros
a través de su Palabra, su presencia Eucarística y la compañía del Espíritu
Santo. Reconocer esto en su verdadero y grandioso significado debe movernos también
a dedicar tiempo para atender las enseñanzas de Jesús. Cuando tenemos hijos o
incluso nietos para ayudar a educar, el compromiso es mayor. Se hace necesario
acercarnos más a la Iglesia, al conocimiento y estudio de la Palabra, a la
oración, a la práctica de las virtudes teologales (Fe, Esperanza y Caridad) que
adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (Segunda
Epístola de Pedro 1, 4). Es conveniente entrar en contacto con la vida de los
Sacramentos, vincularnos más a la Iglesia, y comprender que en la agitada
agenda de los compromisos de nuestra vida diaria, Dios tiene realmente un lugar
importante. Vincularse a una comunidad de fe de laicos como tú, puede ser una buena
alternativa.