Salvo
algunas excepciones, que naturalmente existen y ocasionalmente se encuentran,
la mayoría de las personas son formadas desde la crianza en sus hogares, con
una inclinación a establecer relaciones interpersonales con individuos –hombres
o mujeres- de su misma condición social, o de su círculo de relación más
cercano, bien sean compañeros de estudios, compañeros de trabajo o compañeros
de actividades deportivas extracurriculares. Incluso en algunas familias, uno o
ambos padres orientan a sus hijos a escoger preferencialmente sus amistades,
entre personas de determinadas condiciones sociales o económicas, que dan lugar
a criterios selectivos claramente discriminadores.
Frecuentemente,
en hogares de nivel socio-económico medio alto y alto, sus miembros establecen
distinciones en el trato con personas de niveles inferiores, tales como los de
sus empleadas en el hogar, sus subalternos en el trabajo o sus vecinos de menor
condición económica, que se manifiestan en acciones tales como no saludarlos, o
hacerlo con poca amabilidad, no compartir diálogos o situaciones de encuentro
personal con individuos de menor condición social o nivel económico. Esto
construye los cimientos de la discriminación social, desconociéndose como
creaturas e hijos de un mismo Dios Padre. La sociedad entera refuerza estas
conductas y muchos de los jóvenes de hoy, asumen este modelo de comportamiento,
bajo la falsa premisa de que actuando así lograrán “escalar” en importancia
social, en logros de poder sobre otros o en logros de fortuna en sus bienes
materiales.
Este
fenómeno social no escapa a muchas personas que provienen de hogares que se
dicen ser cristianos católicos, poco practicantes y carentes de una
evangelización básica, idealmente kerigmática,
que los hace poseedores de una fe débil, con procesos de conversión apenas
iniciados y que no les permite dar razón de la fe que dicen profesar. Son, en
parte, miembros del grupo objetivo hacia el cual se deben dirigir los esfuerzos de la Nueva
Evangelización.
La Iglesia
Católica, a través del Sistema Integral de Nueva Evangelización, conocido por
sus siglas como SINE, creado desde la década de comienzos de los años 90, se
ideó un diseño pastoral básico, integral, orgánico e integrador que pretende
transformar las parroquias, de ser estación de servicios religiosos y
sacramentales, a convertirse en parroquia misionera, comunidad evangelizadora. La Nueva Evangelización que se realiza bajo este diseño, es respuesta a los
interrogantes del hombre de hoy, a quien se le anuncia con nuevo ardor la
verdad de siempre: Cristo Salvador y su Reino. Por ser una nueva estrategia que
va al corazón del hombre y de la mujer, debe colocarse en nuevas estructuras
pastorales: “nadie arregla un vestido viejo con un remiendo de tela nueva;
porque el remiendo nuevo se encoge y rompe la tela vieja y el roto se hace más
grande” (Mc 2,21). Providencialmente, la Arquidiócesis de Bogotá viene
impulsando desde hace cerca de 3 años, el llamado “Plan E”, nombre del nuevo
plan de evangelización impulsado por el Arzobispo Primado de Colombia y
Cardenal Rubén Salazar Gómez, que contiene algunos puntos en común con la
orientación pastoral del SINE y que responde igualmente al llamado de la V
Conferencia Episcopal Latinoamericana y del Caribe, reunida en Aparecida
(Brasil) en mayo de 2007. En los numerales 178 a 180, el Documento Conclusivo
de Aparecida, reconoce que: “las
Comunidades Eclesiales de Base han sido escuelas que han ayudado a formar
cristianos comprometidos con su fe, discípulos y misioneros del Señor, como
testimonia la entrega generosa, hasta derramar su sangre, de tantos miembros
suyos. Ellas recogen la experiencia de las primeras comunidades, como están
descritas en Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 2, 42-47). Medellín reconoció
en ellas una célula inicial de estructuración eclesial, foco de fe y de
evangelización (178).
La
construcción y consolidación de una vida fraterna entre los católicos, cuenta
con un importante apoyo cuando los creyentes se animan a caminar, conformados
en Pequeñas Comunidades, conocidas igualmente como Koinonías. En el numeral 310 del Documento Conclusivo de Aparecida,
se concluye que: “Señalamos que es
preciso reanimar los procesos de formación de Pequeñas Comunidades en el Continente,
pues en ellas tenemos una fuente segura de vocaciones al sacerdocio, a la vida
religiosa y a la vida laical con especial dedicación al apostolado. A través de
las Pequeñas Comunidades también se podría llegar a los alejados, a los
indiferentes y a los que alimentan descontento o resentimientos frente a la
Iglesia”.
La
experiencia no sólo espiritual sino sociológica de la vida de relación, entre los
miembros de las Pequeñas Comunidades, muestra que iluminados por la Palabra,
sus integrantes hacen caso omiso de toda forma de división o segregación, tales
como ser nombrados por títulos profesionales, distinciones en función de poder
económico o social, o incluso factores de
rechazo por lugar de vivienda, clase de trabajo que se tiene o consideraciones
similares. En la Pequeña Comunidad todos sus miembros son iguales en derechos y
deberes. A todos se les acoge fraternalmente sin distinción alguna. Se responde
a un hecho incuestionable de nuestra fe: todos somos hijos de un mismo Padre
Creador, y en virtud de los Evangelios, hermanos en Cristo, con una triple
condición adquirida desde el bautizo: somos sacerdotes, profetas y reyes.
Comprendido
y vivido así, una excelente oportunidad de crecimiento espiritual y de
apostolado, está disponible para todo creyente, sin importar su edad ni sus
condiciones personales particulares, cuando se vincula a una Pequeña Comunidad de
su parroquia, en comunión con ella, y se decide a conocer y practicar en su
propia vida los valores del Evangelio. No es lo mismo caminar solo que acompañado.