Esta mañana
en la Oficina de Prensa de la Santa Sede ha tenido lugar la conferencia de presentación
del Mensaje de la III Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos
dedicada a «Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la
evangelización» (5-19 de octubre). En relación a los divorciados vueltos a
casar, el mensaje simplemente constata que los obispos han «reflexionado sobre
el acompañamiento pastoral y sobre el acceso a los sacramentos» de dichos
fieles. No se menciona a los homosexuales
18/10/14
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(InfoCatólica) En la presentación del Mensaje del Sínodo han
intervenido los cardenales Raymundo Damasceno Assis, arzobispo de Aparecida
(Brasil), Presidente delegado; Gianfranco Ravasi, Presidente del Pontificio
Consejo para la Cultura, Presidente de la Comisión para el Mensaje y Oswald
Gracias, arzobispo de Bombay (India).
Texto íntegro:
«Los Padres
Sinodales, reunidos en Roma junto al Papa Francisco en la Asamblea
Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, nos dirigimos a todas las familias de
los distintos continentes y en particular a aquellas que siguen a Cristo, que
es camino, verdad y vida. Manifestamos nuestra admiración y gratitud por el
testimonio cotidiano que ofrecen a la Iglesia y al mundo con su fidelidad, su
fe, su esperanza y su amor.
Nosotros,
pastores de la Iglesia, también nacimos y crecimos en familias con las más
diversas historias y desafíos. Como sacerdotes y obispos nos encontramos y
vivimos junto a familias que, con sus palabras y sus acciones, nos mostraron
una larga serie de esplendores y también de dificultades.
La misma
preparación de esta asamblea sinodal, a partir de las respuestas al
cuestionario enviado a las Iglesias de todo el mundo, nos permitió escuchar la
voz de tantas experiencias familiares. Después, nuestro diálogo durante los
días del Sínodo nos ha enriquecido recíprocamente, ayudándonos a contemplar
toda la realidad viva y compleja de las familias.
Queremos
presentarles las palabras de Cristo: «Yo estoy ante la puerta y llamo, Si
alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré y cenaré con él y él
conmigo». Como lo hacía durante sus recorridos por los caminos de la Tierra
Santa, entrando en las casas de los pueblos, Jesús sigue pasando hoy por las
calles de nuestras ciudades. En sus casas se viven a menudo luces y sombras,
desafíos emocionantes y a veces también pruebas dramáticas. La oscuridad se
vuelve más densa, hasta convertirse en tinieblas, cundo se insinúan el el mal y
el pecado en el corazón mismo de la familia.
Ante todo,
está el desafío de la fidelidad en el amor conyugal. La vida familiar suele
estar marcada por el debilitamiento de la fe y de los valores, el
individualismo, el empobrecimiento de las relaciones, el stress de una ansiedad
que descuida la reflexión serena. Se asiste así a no pocas crisis
matrimoniales, que se afrontan de un modo superficial y sin la valentía de la
paciencia, del diálogo sincero, del perdón recíproco, de la reconciliación y
también del sacrificio. Los fracasos dan origen a nuevas relaciones, nuevas
parejas, nuevas uniones y nuevos matrimonios, creando situaciones familiares
complejas y problemáticas para la opción cristiana.
Entre tantos
desafíos queremos evocar el cansancio de la propia existencia. Pensamos en el
sufrimiento de un hijo con capacidades especiales, en una enfermedad grave, en
el deterioro neurológico de la vejez, en la muerte de un ser querido. Es
admirable la fidelidad generosa de tantas familias que viven estas pruebas con
fortaleza, fe y amor, considerándolas no como algo que se les impone, sino como
un don que reciben y entregan, descubriendo a Cristo sufriente en esos cuerpos
frágiles.
Pensamos en
las dificultades económicas causadas por sistemas perversos, originados «en el
fetichismo del dinero y en la dictadura de una economía sin rostro y sin un
objetivo verdaderamente humano», que humilla la dignidad de las personas.
Pensamos en el padre o en la madre sin trabajo, impotentes frente a las
necesidades aun primarias de su familia, o en los jóvenes que transcurren días
vacíos, sin esperanza, y así pueden ser presa de la droga o de la criminalidad.
Pensamos
también en la multitud de familias pobres, en las que se aferran a una barca
para poder sobrevivir, en las familias prófugas que migran sin esperanza por
los desiertos, en las que son perseguidas simplemente por su fe o por sus
valores espirituales y humanos, en las que son golpeadas por la brutalidad de
las guerras y de distintas opresiones. Pensamos también en las mujeres que
sufren violencia, y son sometidas al aprovechamiento, en la trata de personas,
en los niños y jóvenes víctimas de abusos también de parte de aquellos que
debían cuidarlos y hacerlos crecer en la confianza, y en los miembros de tantas
familias humilladas y en dificultad. Mientras tanto, «la cultura del bienestar
nos anestesia y […] todas estas vidas truncadas por la falta de posibilidades
nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera». Reclamamos a
los gobiernos y a las organizaciones internacionales que promuevan los derechos
de la familia para el bien común.
Cristo quiso
que su Iglesia sea una casa con la puerta siempre abierta, recibiendo a todos
sin excluir a nadie. Agradecemos a los pastores, a los fieles y a las
comunidades dispuestos a acompañar y a hacerse cargo de las heridas interiores
y sociales de los matrimonios y de las familias.
También está
la luz que resplandece al atardecer detrás de las ventanas en los hogares de
las ciudades, en las modestas casas de las periferias o en los pueblos, y aún
en viviendas muy precarias. Brilla y calienta cuerpos y almas. Esta luz, en el
compromiso nupcial de los cónyuges, se enciende con el encuentro: es un don,
una gracia que se expresa –como dice el Génesis– cuando los dos rostros están
frente a frente, en una »ayuda adecuada«, es decir semejante y recíproca. El
amor del hombre y de la mujer nos enseña que cada uno necesita al otro para
llegar a ser él mismo, aunque se mantiene distinto del otro en su identidad,
que se abre y se revela en el mutuo don. Es lo que expresa de manera sugerente
la mujer del Cantar de los Cantares: «Mi amado es mío y yo soy suya… Yo soy de
mi amado y él es mío».
El
itinerario, para que este encuentro sea auténtico, comienza en el noviazgo,
tiempo de la espera y de la preparación. Se realiza en plenitud en el
sacramento del matrimonio, donde Dios pone su sello, su presencia y su gracia.
Este camino conoce también la sexualidad, la ternura y la belleza, que perduran
aun más allá del vigor y de la frescura juvenil. El amor tiende por su propia
naturaleza a ser para siempre, hasta dar la vida por la persona amada. Bajo
esta luz, el amor conyugal, único e indisoluble, persiste a pesar de las
múltiples dificultades del límite humano, y es uno de los milagros más bellos,
aunque también es el más común.
Este amor se
difunde naturalmente a través de la fecundidad y la generatividad, que no es
sólo la procreación, sino también el don de la vida divina en el bautismo, la
educación y la catequesis de los hijos. Es también capacidad de ofrecer vida,
afecto, valores, una experiencia posible también para quienes no pueden tener
hijos. Las familias que viven esta aventura luminosa se convierten en un
testimonio para todos, en particular para los jóvenes.
Durante este
camino, que a veces es un sendero de montaña, con cansancios y caídas, siempre
está la presencia y la compañía de Dios. La familia lo experimenta en el afecto
y en el diálogo entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y
hermanas. Además lo vive cuando se reúne para escuchar la Palabra de Dios y
para orar juntos, en un pequeño oasis del espíritu que se puede crear por un
momento cada día. También está el empeño cotidiano de la educación en la fe y
en la vida buena y bella del Evangelio, en la santidad. Esta misión es
frecuentemente compartida y ejercitada por los abuelos y las abuelas con gran
afecto y dedicación. Así la familia se presenta como una auténtica Iglesia
doméstica, que se amplía a esa familia de familias que es la comunidad
eclesial. Por otra parte, los cónyuges cristianos son llamados a convertirse en
maestros de la fe y del amor para los matrimonios jóvenes.
Hay otra
expresión de la comunión fraterna, y es la de la caridad, la entrega, la
cercanía a los últimos, a los marginados, a los pobres, a las personas solas,
enfermas, extrajeras, a las familias en crisis, conscientes de las palabras del
Señor: «Hay más alegría en dar que en recibir». Es una entrega de bienes, de
compañía, de amor y de misericordia, y también un testimonio de verdad, de luz,
de sentido de la vida.
La cima que
recoge y unifica todos los hilos de la comunión con Dios y con el prójimo es la
Eucaristía dominical, cuando con toda la Iglesia la familia se sienta a la mesa
con el Señor. Él se entrega a todos nosotros, peregrinos en la historia hacia
la meta del encuentro último, cuando Cristo «será todo en todos». Por eso, en
la primera etapa de nuestro camino sinodal, hemos reflexionado sobre el
acompañamiento pastoral y sobre el acceso a los sacramentos de los divorciados
en nueva unión.
Nosotros,
los Padres Sinodales, pedimos que caminen con nosotros hacia el próximo Sínodo.
Entre ustedes late la presencia de la familia de Jesús, María y José en su
modesta casa. También nosotros, uniéndonos a la familia de Nazaret, elevamos al
Padre de todos nuestra invocación por las familias de la tierra:
Padre,
regala a todas las familias la presencia de esposos fuertes y sabios, que sean
manantial de una familia libre y unida.
Padre, da a
los padres una casa para vivir en paz con su familia.
Padre, concede a los hijos que sean signos de confianza y de
esperanza y a jóvenes el coraje del compromiso estable y fiel.
Padre, ayuda a todos a poder ganar el pan con sus propias
manos, a gustar la serenidad del espíritu y a mantener viva la llama de la fe
también en tiempos de oscuridad.
Padre, danos la alegría de ver florecer una Iglesia cada vez
más fiel y creíble, una ciudad justa y humana, un mundo que ame la verdad, la
justicia y la misericordia».