Hemos llegado a la semana 34 del
tiempo litúrgico ordinario, en cuyo primer día, domingo, celebramos la
festividad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo. Esta celebración fue establecida por el Papa
Pio XI en el año 1925, buscándose con ella que todo el mundo católico tuviera
muy presente que quien dirige la Iglesia es Jesucristo Rey, principio y fin de
todo lo creado, Verbo de Dios, que mediante su Palabra Dios lo hizo todo, único y verdadero Señor sea Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo.
Para comprensión de lo anterior
vale la pena recordar las palabras de Jesús a sus discípulos en el evangelio de
San Juan 14, 8 – 9: “Le dice Felipe (a Jesús): Señor muéstranos
al Padre y nos basta. Le dice Jesús: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros
y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre.”
Igualmente, recordemos el numeral
691 del Catecismo de la Iglesia Católica cuando nos dice:
“Espíritu Santo, tal es el nombre propio de Aquel que adoramos y
glorificamos con el Padre y el Hijo. La Iglesia ha recibido este nombre del
Señor y lo profesa en el bautismo de sus nuevos hijos (Cf. Mateo 28,19)”. Lo anterior se explica igualmente en el
numeral 245 del Catecismo, cuando afirma que: “..el origen eterno del Espíritu Santo está en conexión con el del Hijo:
el Espíritu Santo que es la tercera persona de la Trinidad, es Dios, uno e
igual al Padre y al Hijo” (Cc. De Toledo XI, año 675: DS 527). El Credo del
Concilio de Constantinopla (año 381) confiesa: Con el Padre y el Hijo reciben
una misma adoración y gloria” (DS 150).
Sin demérito de lo anterior, en esta festividad nos
referimos a la Persona de Jesús por cuanto San Pablo en Colosenses 1, 15 refiriéndose al Primado de
Cristo nos dice “Él es imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación”.
Cristo es el Rey del universo y
de todos los hombres, sus hermanos. Es el Rey de todo lo creado, porque somos
igualmente –en la unidad de la Santísima Trinidad- sus creaturas. Es decir, Él
es nuestro Dueño y Señor. Pero su reino no procede de este mundo y debido a
esto no podemos concebirlo o entenderlo con las medidas que medimos a nuestros
gobernantes. El Reino de Cristo es el reino de la verdad y la vida, de la
santidad y la gracia, de la justicia, del amor y la paz. Nada más distinto a los
incoherentes y lamentables modelos de gobierno que hacemos los hombres y que
padece la humanidad entera, por no seguir los valores anunciados en los
Evangelios.
La ocasión de esta celebración
nos motiva a preguntarnos: ¿Realmente es Jesucristo el que reina, el que dirige
mis pensamientos, mis sentimientos, mi inteligencia, mi conciencia, mi trabajo,
mi familia, mi vida social?
La vida cotidiana de los seres humanos
es una sucesión permanente de grandes y pequeñas decisiones, que se manifiestan
en todos y cada uno de nuestros actos. ¿Quién o qué dirige mis actos? ¿Quién o
qué inspira y motiva todo lo que hacemos?
Acaso las respuestas a estas preguntas son el dinero, la búsqueda de poder
o influencia sobre los demás, la indiferencia por las necesidades de otros y la
priorización de mi satisfacción personal?
O en caso contrario, nuestros motivadores son la verdad, la justicia, el
amor, el perdón y la paz?
Una respuesta interior sincera a
estos interrogantes nos revela de inmediato qué tan cerca estamos de asumir el
reinado de Jesús en nuestras vidas. Aquí no hay lugar a engaños o apariencias
ante “quien todo lo ve”. Recordemos el
Salmo 139 (138):
Tú me escrutas, Yahvé, y me conoces;
sabes cuándo me siento y me levanto,
mi pensamiento percibes desde lejos;
de camino o acostado, tú lo adviertes,
familiares te son todas mis sendas.
Aún no llega la palabra a mi lengua,
y tú, Yahvé, la conoces por entero;
me rodeas por detrás y por delante,
tienes puesta tu mano sobre mí.
Hace pocas semanas recordamos en
un evangelio dominical (Marcos 12, 28-31), cómo Jesús resumió los 10
Mandamientos que Moisés recibió de Dios y comunicó al pueblo de Israel, en sólo
dos mandamientos esenciales:
Acercóse uno de los escribas que les había oído y, viendo que les había
respondido muy bien, le pregunto: ¿Cuál es el primero de todos los
mandamientos? Jesús le contesto: El primero es: Escucha, Israel: El Señor,
nuestro Dios, es el único Señor, amarás
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y
con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No
existe otro mandamiento mayor que éstos.
Aquí encontramos la clave para
vivir el Reinado de Jesús en nuestro interior, en nuestra vida y nuestras
acciones. Si nos proponemos cumplir
estos dos mandamientos, de hecho cumpliremos los 10 mandamientos revelados en
el Antiguo Testamento. ¿Difícil? No hay
duda, especialmente cuando reconocemos la poca vivencia de los valores
cristianos ahí afuera del lugar en que te encuentras; o lo que es más
preocupante.. a veces en tu ámbito familiar más cercano.
Las palabras de Jesús en Juan 12,
44-50, nos iluminan el camino a seguir:
Jesús gritó y dijo: El que cree en mí no cree en mí, sino en Aquel que
me ha enviado; y el que me ve a mí, ve a Aquel que me ha enviado. Yo, la luz,
he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas. Si
alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no lo juzgo, porque no he venido
para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe
mis palabras, ya tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he hablado, ésa le
juzgará el último día; porque yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre
que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su
mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo
ha dicho a mí.
Ayudas eficaces en este nuevo Reinado y Señorío
de Jesús en nuestras vidas, son nuestro acercamiento a la Palabra de Dios (para
conocer sus enseñanzas y su Voluntad), acudir a la oración frecuente
(comunicación directa con el Señor), acercarnos más a la Iglesia (cuyo
magisterio y guía son instrumentos de salvación), practicar la vida sacramental
(para configurarnos con Dios Trinidad), practicar la Voluntad de Dios en
nuestro trabajo (en el ejercicio cotidiano de nuestra profesión), combatir
nuestras debilidades con la ayuda de Dios y crecer haciendo obras en beneficio
de los demás (para practicar el amor oblativo que nos enseño Jesús, con su
propia vida).