sábado, 21 de enero de 2012

NUESTRA AMISTAD CON DIOS

Dios es Amor. Hablar de Dios es hablar de su Bondad y de su Misericordia



Por Amor y para amarle nos ha creado, adoptado como hijos suyos y redimido en su Pasión. Espera y tiene derecho a nuestra adoración, agradecimiento, etc. Amor con amor se paga. Corresponder con regateos, indiferencia, vivir como si no existiera es ante todo ingratitud, pero también ofensa. "Salid al encuentro de Dios, que nos busca con un amor tan grande que difícilmente logramos entender” (Juan Pablo II en Santiago, 1989).


El Pecado es sobre todo des-amor


Es siempre un desorden (nos separa del fin para el que hemos sido creados); es siempre una desobediencia (a la legítima autoridad de nuestro Padre Amoroso); es siempre un menosprecio de la Pasión y Muerte de Cristo, que sufre para purificarnos y levantarnos. Pero, sobre todo, es desamor, ingratitud, pobreza de corazón, falta de correspondencia amorosa al Amor que Dios constantemente nos demuestra. Pero Dios es siempre fiel, no nos abandona y, a pesar de los pesares, ha dispuesto los medios para alcanzar su perdón y vivir su misma Vida: la Confesión, el sacramento de la Penitencia y de la alegría. "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (el perdón)" (Romanos, 5, 20). Nunca somos tan grandes como cuando nos ponemos de rodillas.


Necesidad constante de conversión


Somos criaturas autónomas: libres. Dios ha querido correr el riesgo de nuestra libertad. Dios no se impone, pero no somos seres independientes de Dios, le pertenecemos. Hemos de reconocer su Presencia y su condición de Creador y Padre. La auténtica libertad no es hacer lo que nos da la gana, sino hacer lo que debemos hacer porque nos da la gana, por Amor.


"La restauración del sentido del pecado es la primera medida para enfrentarse a la grave crisis espiritual que pesa sobre el hombre de hoy" (Juan Pablo II, 31.V.88). "Estas crisis mundiales, son crisis de santos" (San Josemaría Escrivá, Camino, 301). Necesitamos renovarnos; sólo la conversión de los corazones renovará la sociedad. Cristo nos quiere empeñados por la santidad, nos quiere muy suyos, auténticos discípulos; si fracasamos como cristianos, fracasamos como hombres.


Para recorrer este camino hemos de comenzar por reconocernos pecadores, necesitados de perdón. "Es humano que el hombre, habiendo pecado, lo reconozca y pida misericordia. Es inaceptable que se haga de la propia debilidad el criterio de la verdad para justificarse a uno mismo" (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis Splendor). Si algo del hombre enamora a Dios es nuestra capacidad de arrepentimiento.


La vida cristiana se cimienta sobre el deseo eficaz de recuperar, conservar e incrementar el estado de gracia, la amistad con Dios, "el conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida" (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis Splendor).


El principio indispensable para comenzar y recomenzar es "limpiar fondos": hacer una buena confesión. Todo lo demás adquiere sentido y se consolida a partir de la reconciliación con Dios. No se puede edificar sobre arena movediza; para que la semilla (Palabra de Dios: formación) arraigue y dé fruto (virtudes y amor a Dios), necesita un terreno en condiciones.


En la confesión -además de ser el único modo para gozar de la certeza del perdón de nuestros pecados- recibimos la gracia necesaria y los consejos oportunos para luchar, precisamente, en aquellas cosas de las que nos acusamos.


La confesión explicada por el Papa Juan Pablo II


Permanecemos evidentemente perplejos ante el abandono del Sacramento de la Penitencia por parte de muchos fieles y haremos todo lo posible por instruir y persuadir a todos de la necesidad de recibir el perdón de Dios de forma personal, ferviente y frecuentemente (Alocución, 15.VII.83).


Nadie puede cancelar el pasado. Ni aún el mejor psicólogo puede librar al hombre del peso del pasado. Sólo la Omnipotencia de Dios puede, con su amor creador, construir con nosotros un nuevo comienzo: ésta es la grandeza del Sacramento del perdón (Homilía, 26.VI.88). No se limita a olvidar el pasado, como si se extendiera sobre él un velo efímero, sino que nos lleva a un cambio radical de la mente, del corazón y de la conducta. La confesión sacramental no constituye una represión, sino una liberación. Tened pues la valentía del arrepentimiento. ¡Esto os hará libres! (Alocución, 5.IV.79).

Gracias al amor y misericordia de Dios, no hay pecado por grande que sea que no pueda ser perdonado; no hay pecador que sea rechazado. Toda persona que se arrepienta será recibida por Jesucristo con perdón y amor inmenso (Alocución, 29.IX.79). "Hay más alegría en el Cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve que no necesitan penitencia" (Lucas, 15,7).

Este poder de perdonar los pecados Jesús lo confiere, mediante el Espíritu Santo, a simples hombres, sujetos ellos mismos a la insidia del pecado: "Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos" (Juan. 20, 22). Es ésta una de las novedades evangélicas más notables.

El Sacerdote, ministro de la Penitencia, actúa in persona Christi, en la persona de Cristo. Confesamos nuestros pecados a Dios mismo, aunque en el confesonario los escucha el hombre-sacerdote (Homilía, 16.III.80). Por otra parte, los miembros del Pueblo de Dios, con instinto sobrenatural, saben reconocer en sus sacerdotes a Cristo mismo, que los recibe y perdona, y agradecen de corazón la capacidad de acogida, la palabra de luz y consuelo con que acompaña la absolución de sus pecados (Alocución, 30.XI.83).

"La confesión, hijos míos, es la manifestación más hermosa del Poder y del Amor de Dios. Un Dios que perdona... ¡¿no es una maravilla?! Es un Sacramento que limpia, purifica, enaltece y diviniza: que nos da fuerza para salir adelante en los caminos de la tierra, que nos pone en condiciones de ser eficaces " (San Josemaría).

Fuente: Catholic.net - Autor: Fernando Arévalo escribió para buenasideas.org

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