jueves, 25 de febrero de 2016

Camino… ¿hacia dónde nos dirigimos?



Hoy, una gran mayoría de las personas, viven en una frenética carrera alrededor de actividades que, de alguna manera, se han convertido en la preocupación central de su existencia. Muchos corren como razón única, detrás de un ingreso económico para proveer a su familia unas condiciones de bienestar y satisfacción de necesidades materiales. Otros, corren a la búsqueda de alcanzar posiciones sociales de importancia y ejercicio de poder. Otros más, buscan crecer intelectualmente y dominar algún tema o escuela de pensamiento. E igualmente, no faltan quienes su carrera por la vida están relacionada con la búsqueda de una vida interior, que le de trascendencia  a su existir.

Naturalmente, no podemos dejar por fuera de este panorama, aquellos que no tienen claro unos propósitos y viven cada día en la parsimoniosa y estéril condición de despreocupación e indiferencia por su propio futuro.
El creciente relativismo predominante en las últimas décadas, que ha transformado principios y valores de antigua data, tales como la importancia de la vida familiar, el respeto por el otro, el valor de la verdad y la honestidad en todas las disciplinas, ha trastornado y desorientado al hombre actual. Algunos de ellos, cuando tienen ocasión de un momento de reflexión, terminan no sabiendo  realmente qué hacer con su vida, con sus talentos y con su tiempo.

Dentro de la cultura cristiana, habita en nuestro corazón  la invitación de Dios  a buscar el mejoramiento continuo, es decir, la perfección.  Los modelos de vida deseados han ido cambiando significativamente en el tiempo. Unas décadas atrás, las personas buscaban como ideal de vida el desarrollar unos estudios que le aportaran el conocimiento de una profesión u ocupación y, luego, dedicar el resto de su existencia a explotar dicho conocimiento, en un entorno de responsabilidades y derechos,  en procura de construir un patrimonio económico para conformar una familia, educar unos hijos y tener de sustento en la vejez. Ese fue un modelo en el que crecimos muchas generaciones y en su momento creímos que conformaba un paradigma confiable y estable para seguir.

Voltear a mirar la realidad presente y entender los signos de los tiempos actuales,  nos pone de cara a un panorama de medios y de fines distintos a los descritos anteriormente. Veamos.


Hoy pareciera ser que cada vez menos personas están dispuestas a asumir compromisos con otros e incluso consigo mismos. Nacidos en un ambiente de familias frecuentemente desintegradas, donde predomina la ruptura temprana de las parejas –unos casados por algún rito religioso, otros por uniones libres- muchas mujeres han tenido que salir a guerrear en el mundo un sitio donde trabajar y poder hacerle frente a los efectos de dicha ruptura. Muchas veces no es fruto del desarrollo armónico y planificado de  la mujer, sino su angustiosa respuesta a tener que frentear unas responsabilidades desconocidas en su ámbito de pareja. Esto ha impactado igualmente el proceso de formación de los hijos.
No es lo mismo, una familia en la que los hijos cuentan con un soporte, psicológico, espiritual, afectivo y material de un padre y una madre, que lo resultante en un hogar donde hay sólo un padre o una madre, que se multiplica para llenar el vacío de su pareja. Tanto el hombre como la mujer que encabezan una familia tienen en su conformación psicosocial unos patrones de conducta que le son propios a cada uno, en razón de su género, de la formación recibida de sus padres y hasta de elementos biológicos herenciales que modelan su conducta y su manera de vivir la vida. Estos patrones de conducta son elementos esenciales en la formación de principios y valores de los hijos, lo que hará que estos últimos, los reproduzcan en su propio comportamiento y forma de afrontar su desarrollo. Es una de las varias razones por las que una familia de las que ahora se pretende imponer, integrada por una pareja de dos hombres o dos mujeres, tiene serios impactos desfavorables, en el equilibrio de conceptos de los hijos que forman en su entorno.
Y el efecto de lo anterior no para ahí. Imaginémonos los conflictos que a nivel espiritual y religioso puede plantear una conformación familiar de estas características. En el caso cristiano por ejemplo, el modelo de familia que propone las Sagradas Escrituras, claramente está integrado por un padre, una madre y unos hijos. Así lo evidenciamos en María, José y el niño Jesús. Cada uno de estos sagrados personajes aportó insumos especiales en la educación de Jesús. Si bien en el Salvador hubo dos naturalezas, una divina y otra humana, quiero referirme especialmente aquí a la formación del niño Jesús como persona humana, igual a nosotros (menos en el pecado) pero igualmente sensible, expuesto a la debilidad y a las tentaciones, que aprendió grandes valores y vivió grandes testimonios de vida de José y María. No olvidemos cuantas dificultades tuvieron que afrontar y sortear en su tiempo los padres de Jesús. Nada les fue fácil. Fueron una pareja de un hombre trabajador y una mujer de hogar, de oración y de gran sumisión a Dios, perseguidos, que  vivieron el desplazamiento forzado para proteger la vida del Salvador del mundo.

Así las cosas, los niños de hoy llegan a una sociedad que ciertamente ha avanzado mucho en aspectos de ciencia y tecnología,  pero que está inmersa en un mundo de placeres y experiencias tan variadas, donde el valor del esfuerzo en el trabajo ha disminuido y donde se busca, a toda costa, lograr bienestar material muy rápidamente. En un entorno así, se hace muy difícil la educación de la voluntad, la planeación de vida, la valoración de aspectos tan importantes como la paciencia, la persistencia, el aprender a caer y levantarse, a entender que nada es gratuito en este mundo y que el trabajo es un medio para lograr nuestras metas.
Todo esto viene produciendo una juventud y una sociedad corto-placista, con desconocimiento de Dios, pero en la búsqueda de experiencias nuevas que les permita lograr metas de bienestar muy rápidas. Como el mundo no es así, entonces son frecuentemente inestables en sus propósitos y poco amigos de compromisos de mediano y largo plazo, que son los que en el mundo real conducen a los mejores resultados. Como dice Germán Sánchez Griese personas con “una fe débil en una sociedad líquida”.
En forma paralela y simultánea a lo anterior, muchos hombres y mujeres de hoy no dejan espacio para edificar su vida interior, ahogados por el activismo de la vida exterior. ¿Dónde se nos quedó casi que olvidado, el cuidado de nuestra vida espiritual y de la relación con Dios?



Al menos en Colombia, la mayoría de las generaciones que hoy viven provenimos de familias cristianas católicas, en las que aceptamos –y por lo tanto creemos- que existe un solo Dios trino (Padre, Hijo y Espíritu Santo) que nos ha dado la vida, que nos dio a su hijo encarnado en nuestra naturaleza para comunicarnos “la Nueva” de un modelo de vida acorde con lo que dicen los Evangelios y que VIVE y permanece con nosotros a través de su Palabra, su presencia Eucarística y la compañía del Espíritu Santo. Reconocer esto en su verdadero y grandioso significado debe movernos también a dedicar tiempo para atender las enseñanzas de Jesús. Cuando tenemos hijos o incluso nietos para ayudar a educar, el compromiso es mayor. Se hace necesario acercarnos más a la Iglesia, al conocimiento y estudio de la Palabra, a la oración, a la práctica de las virtudes teologales (Fe, Esperanza y Caridad) que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (Segunda Epístola de Pedro 1, 4). Es conveniente entrar en contacto con la vida de los Sacramentos, vincularnos más a la Iglesia, y comprender que en la agitada agenda de los compromisos de nuestra vida diaria, Dios tiene realmente un lugar importante. Vincularse a una comunidad de fe de laicos como tú, puede ser una buena alternativa.

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