martes, 9 de septiembre de 2014

La vida fraterna en la Nueva Evangelización

Salvo algunas excepciones, que naturalmente existen y ocasionalmente se encuentran, la mayoría de las personas son formadas desde la crianza en sus hogares, con una inclinación a establecer relaciones interpersonales con individuos –hombres o mujeres- de su misma condición social, o de su círculo de relación más cercano, bien sean compañeros de estudios, compañeros de trabajo o compañeros de actividades deportivas extracurriculares. Incluso en algunas familias, uno o ambos padres orientan a sus hijos a escoger preferencialmente sus amistades, entre personas de determinadas condiciones sociales o económicas, que dan lugar a criterios selectivos claramente discriminadores.

Frecuentemente, en hogares de nivel socio-económico medio alto y alto, sus miembros establecen distinciones en el trato con personas de niveles inferiores, tales como los de sus empleadas en el hogar, sus subalternos en el trabajo o sus vecinos de menor condición económica, que se manifiestan en acciones tales como no saludarlos, o hacerlo con poca amabilidad, no compartir diálogos o situaciones de encuentro personal con individuos de menor condición social o nivel económico. Esto construye los cimientos de la discriminación social, desconociéndose como creaturas e hijos de un mismo Dios Padre. La sociedad entera refuerza estas conductas y muchos de los jóvenes de hoy, asumen este modelo de comportamiento, bajo la falsa premisa de que actuando así lograrán “escalar” en importancia social, en logros de poder sobre otros o en logros de fortuna en sus bienes materiales.

Este fenómeno social no escapa a muchas personas que provienen de hogares que se dicen ser cristianos católicos, poco practicantes y carentes de una evangelización básica, idealmente kerigmática, que los hace poseedores de una fe débil, con procesos de conversión apenas iniciados y que no les permite dar razón de la fe que dicen profesar. Son, en parte, miembros del grupo objetivo hacia el cual se  deben dirigir los esfuerzos de la Nueva Evangelización.

La Iglesia Católica, a través del Sistema Integral de Nueva Evangelización, conocido por sus siglas como SINE, creado desde la década de comienzos de los años 90, se ideó un diseño pastoral básico, integral, orgánico e integrador que pretende transformar las parroquias, de ser estación de servicios religiosos y sacramentales, a convertirse en parroquia misionera, comunidad evangelizadora. La  Nueva Evangelización que se realiza  bajo este diseño, es respuesta a los interrogantes del hombre de hoy, a quien se le anuncia con nuevo ardor la verdad de siempre: Cristo Salvador y su Reino. Por ser una nueva estrategia que va al corazón del hombre y de la mujer, debe colocarse en nuevas estructuras pastorales: “nadie arregla un vestido viejo con un remiendo de tela nueva; porque el remiendo nuevo se encoge y rompe la tela vieja y el roto se hace más grande” (Mc 2,21). Providencialmente, la Arquidiócesis de Bogotá viene impulsando desde hace cerca de 3 años, el llamado “Plan E”, nombre del nuevo plan de evangelización impulsado por el Arzobispo Primado de Colombia y Cardenal Rubén Salazar Gómez, que contiene algunos puntos en común con la orientación pastoral del SINE y que responde igualmente al llamado de la V Conferencia Episcopal Latinoamericana y del Caribe, reunida en Aparecida (Brasil) en mayo de 2007. En los numerales 178 a 180, el Documento Conclusivo de Aparecida, reconoce que: “las Comunidades Eclesiales de Base han sido escuelas que han ayudado a formar cristianos comprometidos con su fe, discípulos y misioneros del Señor, como testimonia la entrega generosa, hasta derramar su sangre, de tantos miembros suyos. Ellas recogen la experiencia de las primeras comunidades, como están descritas en Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 2, 42-47). Medellín reconoció en ellas una célula inicial de estructuración eclesial, foco de fe y de evangelización (178).


La construcción y consolidación de una vida fraterna entre los católicos, cuenta con un importante apoyo cuando los creyentes se animan a caminar, conformados en Pequeñas Comunidades, conocidas igualmente como Koinonías. En el numeral 310 del Documento Conclusivo de Aparecida, se concluye que: “Señalamos que es preciso reanimar los procesos de formación de Pequeñas Comunidades en el Continente, pues en ellas tenemos una fuente segura de vocaciones al sacerdocio, a la vida religiosa y a la vida laical con especial dedicación al apostolado. A través de las Pequeñas Comunidades también se podría llegar a los alejados, a los indiferentes y a los que alimentan descontento o resentimientos frente a la Iglesia”.

La experiencia no sólo espiritual sino sociológica de la vida de relación, entre los miembros de las Pequeñas Comunidades, muestra que iluminados por la Palabra, sus integrantes hacen caso omiso de toda forma de división o segregación, tales como ser nombrados por títulos profesionales, distinciones en función de poder económico o social, o incluso factores  de rechazo por lugar de vivienda, clase de trabajo que se tiene o consideraciones similares. En la Pequeña Comunidad todos sus miembros son iguales en derechos y deberes. A todos se les acoge fraternalmente sin distinción alguna. Se responde a un hecho incuestionable de nuestra fe: todos somos hijos de un mismo Padre Creador, y en virtud de los Evangelios, hermanos en Cristo, con una triple condición adquirida desde el bautizo: somos sacerdotes, profetas y reyes.



Comprendido y vivido así, una excelente oportunidad de crecimiento espiritual y de apostolado, está disponible para todo creyente, sin importar su edad ni sus condiciones personales particulares, cuando se vincula a una Pequeña Comunidad de su parroquia, en comunión con ella, y se decide a conocer y practicar en su propia vida los valores del Evangelio. No es lo mismo caminar solo que acompañado.