martes, 8 de mayo de 2012

En el camino de la edificación espiritual

Para comprender lo que implica la edificación espiritual, conviene detenernos inicialmente en clarificar la composición tripartita de los seres humanos en espíritu, alma y cuerpo.

La Palabra de Dios  divide al hombre en tres componentes, espíritu, alma y cuerpo (1ª Tesalonicenses 5:23). Reconocer esta diferencia tiene gran valor para la vida espiritual de un creyente, en lo relacionado a su madurez y a su servicio. El confundir lo espiritual con lo anímico (del alma) puede provocar que las cosas espirituales, que son las que tienen valor en la obra de Dios, jamás sean vividas. Es preciso conocer y experimentar la división del alma y el espíritu para poder servir a Dios en el espíritu (Hebreos 4:12).

En efecto, el ser humano es una trinidad integrada por:

·         Espíritu (en griego neuma) o soplo divino, que nos permite comunicarnos con Dios.

·         Alma – (en griego psique) – psiquis o ánima. San Agustín dividió a la psiquis en intelecto – afecto y voluntad. La parte mental, sensitiva y volitiva del hombre están en el alma. Nos hace conscientes de nosotros mismos.

·         Cuerpo (en griego soma)  que es la parte material del hombre. Con el cuerpo somos conscientes del mundo.

 El espíritu del hombre es el lugar en que establecemos toda comunicación con Dios. (Rom. 8:16; 1 Cor. 14:14). El espíritu (de quien ha renacido en Él) tiene tres funciones principales: conciencia, que discierne lo bueno y lo malo (1ª Cor. 5:3; 2ª Cor. 2:13), intuición, con la que se sabe y se sienten los movimientos del Espíritu Santo (Mr. 2:8; Jn. 11:33), y la comunión, con que se adora a Dios (Jn. 4:23; Rom. 1:9). Estas tres funciones están profundamente ligadas y coordinadas.

Con el milagro del renacimiento en el Espíritu, Dios comienza a recuperar su lugar en el hombre, pues viene a habitar en su espíritu, ahora revivido. (Jn. 1:13; Tito 3:5; Rom. 8:16; 1ª Cor. 6:17). El propósito de Dios es que el espíritu recupere el gobierno sobre el alma, y a través de ésta, sobre el cuerpo. De aquí surge una lucha entre el alma y el espíritu, y como en toda lucha, vencerá el que sea más fuerte. Si es más fuerte el espíritu, y tiene control sobre el alma y el cuerpo, será un cristiano espiritual; si, por el contrario, el alma (aliada con los apetitos del cuerpo) es quien tiene el control, será un cristiano carnal.

Hay que separar el alma del espíritu. Hebreos 4, 12 nos lo indica: “Pues, viva es la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada cortante de dos filos. Penetra hasta la división entre  alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón”. Si esta separación se produce, el creyente será capaz de detectar inmediatamente cualquier intento del alma por tomar el control, y podrá rechazarla. Así, el espíritu podrá desarrollar su poder intuitivo de modo más agudo. Sólo después de haber experimentado esta separación pueden los cristianos entrar en un sentido genuino de pureza.

La eficacia del cristiano dependerá de si ha tenido la experiencia de ser sumergido en el Espíritu Santo, tal como fue sumergido en el bautismo de agua. Luego de este bautismo, el creyente puede ser introducido en la obra espiritual, en la batalla espiritual, en la oración espiritual. Sus sentidos espirituales han sido despertados y ahora puede experimentar el poder del Espíritu Santo.


El alma, ubicada entre el espíritu y el cuerpo, es la sede de la personalidad del hombre (Dios lo creó un «alma viviente»). Alguien cuyo nombre no recuerdo, dijo con sabia imaginación que cuando Dios creó al hombre, quiso que su espíritu fuera como un amo, el alma como un mayordomo y el cuerpo como un criado. El amo encarga asuntos al mayordomo, quien a su vez ordena al criado que los lleve a cabo. Sin embargo, con la caída, el alma se erigió en amo, y el espíritu se adormeció. Se rompió la comunión con Dios. Un hombre sin Dios tiene, normalmente, en función sólo el alma y el cuerpo. Uno que ha nacido de nuevo puede volver al diseño original de Dios: espíritu, alma y cuerpo.

En el alma encontramos tres funciones: las emociones, la mente y la voluntad. En cada una de ellas hay posibilidades de crecimiento o de extravío. La voluntad del hombre tiene que unirse perfectamente a la voluntad de Dios para que la salvación sea completa.

Un peligro de la voluntad, es la omisión, que nos lleva a la pasividad. De ésta se sirve el maligno para apartar al hombre de Dios. El creyente debe usar sus talentos y ejercitar su voluntad. Solo así puede ponerla al servicio de Dios y recuperar su propio control y soberanía. Para que la salvación de Dios sea completa debe alcanzar al cuerpo. Aunque la obra de Dios comienza en el espíritu, y sigue con el alma, también debe expresarse en el cuerpo. El cuerpo del Señor Jesús en la tierra fue el templo de Dios (Jn. 2:21); hoy el cuerpo del cristiano también lo es (1ª Cor. 6:19).

Se dice que el cuerpo tiene necesidades, las cuales deben ser suplidas; no obstante, esto no significa gratificar el cuerpo. Si el cuerpo es complacido cada vez, se volverá un amo con más y más exigencias, y dejará de ser un siervo. El alma también se verá envuelta en sus apetitos y caerá en el hedonismo (búsqueda del placer). La consagración del cristiano ha de comenzar por el cuerpo, el cual es presentado como un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Luego, el entendimiento, el alma, es renovada, y la voluntad de Dios puede ser comprobada en el espíritu (Romanos 12).

Son estas potencialidades del ser humano, las que debemos identificar en nuestro interior cada uno de nosotros, para ponerlas en interacción en la vida comunitaria y encontrar formas más claras de edificar o construir nuestro espíritu. Son soportes fundamentales para esta edificación, la Palabra, la oración, y el propósito consciente de que sea nuestro espíritu el que gobierne nuestra alma y nuestro cuerpo. Edificamos a otros con nuestro propio testimonio de vida, pero igualmente, los demás nos edifican a nosotros cuando su testimonio de vida en el Espíritu, nos muestra que sí es posible ser mejores y acercarnos a Aquel, que se hizo hombre para mostrarnos el camino de nuestra propia salvación.