viernes, 26 de agosto de 2011

La vocación a la santidad



Tomado del libro “La Revolución del Amor” escrito por el Padre E. H. Ménard, fundador de los Misioneros de los Santos Apóstoles, reproducimos este segmento de la obra en la que el autor expresa en un lenguaje muy directo su visión de la vocación a la santidad de los laicos.



Un animal sólo realiza funciones animales. No podrá nunca hacer actos inteligentes: carece de los órganos necesarios para ello. Al contrario, el hombre posee, fuera de sus capacidades corporales, facultades espirituales. L compete actualizarlas, llevando una vida realmente humana.

Del mismo modo, el cristiano debe vivir su vida cristiana a partir de la nueva existencia que Dios ha querido regalarle en el bautismo. Dios lo ha santificado, sacándolo de la esfera del mal y atrayéndolo hacia Él. Si actúa bajo el dominio del amor de Dios, se halla en camino de su realización humana. Porque tender a nuestra santidad es tender a nuestro desarrollo completo e integral, es tender al equilibrio perfecto. Porque el hombre ha sido hecho en forma tal que sólo puede hallar en Dios su realización suprema. Vivir una vida santa no es, pues, otra cosa que estar orientado hacia Dios. Pecar es caminar al revés, es desviarse de la buena dirección. Nuestra naturaleza humana se halla ordenada a nuestra condición cristiana que, a su vez, se identifica con la santidad.

No nos ha sido fácil llegar a establecer esta ecuación. ¿Por qué? Porque hemos falseado ambos datos. Según la mentalidad corriente, cristiano es quien debe evitar a toda costa morir en estado de pecado mortal; el santo al contrario, es un genio religioso, alguien original, un niño prodigio. Los santos parecen ser vehículos de gran cilindrada cuya fabricación se reserva Dios a sí mismo.; los demás son viejos carromatos que, si no se varan, alcanzan la meta con gran retraso.

Hay que reconocer como responsable de esto concepto al hecho de que se ha reservado el título de santos, sólo a quienes han sido reconocidos como tales por la Iglesia, aunque sólo representen un pequeñísimo número, en comparación con la “turba inmensa, imposible de contar” (Apoc 7,9). No tenemos derecho a restringir la terminología de la Escritura –el lenguaje divino- a los límites estrechos del lenguaje de la Iglesia que no mira como santos, sino a quienes con la asistencia del Espíritu Santo, reconoce como tales. ¿Por qué hace la Iglesia semejante selección? La verdad es que no quiere repartir “diplomas de santidad”, los santos serían los últimos en darles importancia. La Iglesia quiere más bien ponernos ante los ojos unos modelos de cristianismo vivido. Si por ej., la Iglesia canonizó en nuestro siglo al canciller inglés Tomás Moro, lo hizo para decir a los cristianos en el mundo y en particular a los políticos, que también en ese sector se puede vivir como cristiano.

Nos queda por formular el deseo de que en adelante el peso abundante de canonizaciones de papas, obispos, religiosos sea contraequilibrado un tanto por la de laicos modelos: padres y madres de familia, médicos, técnicos. Una secretaria se hallaría muy comprometida al encontrar un modelo concreto. Al instituir la fiesta de San José Obrero (1º. de Mayo), se ha querido ciertamente dar un patrono a los trabajadores. Pero ¿no se habrá ido a buscar un tanto lejos? Algo que indudablemente cambiará muy pronto. Las almas silenciosas, humildes y modestas, los pobres según el espíritu, a quienes Jesús proclama dichosos, llamarán la atención como un santo fundador, un mártir u otro santo que haya visto enfocados sobre él los reflectores de la actualidad.

Con demasiada frecuencia se consideran como esenciales en la vida de los santos ciertos fenómenos extraordinarios y que han sido embellecidos a capricho. Hombres de juicio sano se sienten incómodos en vez de atraídos por semejantes prodigios. Pierden todo anhelo de “tender a la santidad”, porque los santos aparecen ante sus ojos como personajes exangües, sin pasiones ni tentaciones que no tienen los pies en la tierra. Si leemos la vida de ciertos santos que guardaban los días de ayuno ya antes de ser destetados y que, los viernes, rechazaban la leche materna, tenemos razón de encontrar el hecho fuera de tono. Tales elucubraciones han contribuido precisamente a limitar la vocación a la santidad a algunos modelos excepcionales.

Sobre todo, no creemos que el espíritu de sacrificio, la falta de interés, el dominio de sí mismo, el espíritu de oración y la caridad fraterna les sean arrebatadas de la boca como pollo asado. No, los santos no han vivido en un país de maravillas. ¡Todo lo contrario! Su vida se ha desarrollado a través de lo grisáceo de la cotidianidad; era a veces deprimente. Dios responde a Pablo desalentado: “Te basta con mi gracia, la fuerza se realiza en la debilidad” (2 Cor 12,9). Agustín realiza la obra de su conversión explotando al máximo todas sus energías: Con la ayuda de la gracia otros se han realizado. ¿Por qué no puedo lograrlo yo?

¿Lograr qué? ¡Ser cristiano! Ni más ni menos, porque eso es “ser santo”. Dios no saca a algunos de la masa, recomendándoles realizar algo supererogatorio: “Tú, filósofo Justino; tú, emperador Enrique; tú, condesa Isabel; tú, pequeña Maria Goreti, tengo sobre vosotros miras peculiares: quiero haceros santos”.

Trátese del estudiante disoluto Agustín, del oficial militar y valeroso Ignacio de Loyola, del brillante abogado Alfonso de Ligorio o de no importa quién de ustedes, Dios quiere simplemente que vivamos conforme a nuestra vocación cristiana en las diversas situaciones de la vida, que salgamos al encuentro de Cristo, a través de lo cotidiano, que llevemos su Evangelio a la práctica. Todo lo que Él aguada de nosotros es que aceptemos las maravillas que nos propone. Como San Francisco de Asís, que vivió su cristianismo con la originalidad de su temperamento y permaneciendo atento a las necesidades de su tiempo. Era hijo de su tiempo, hombre como nosotros. Así pudo dar a su vida una orientación clara y nítida, y trazó el camino no sólo a los franciscanos y a los religiosos, sino también a todos los cristianos. Vivió el Evangelio en forma radical y consecuente, salvaguardando siempre su poderosa originalidad. Los santos no nos brindan clisés baratos. Debemos imitarlos en su mentalidad y compromiso cristiano, sin intentar copiarlos.