viernes, 3 de junio de 2011

El sagrado silencio en la celebración litúrgica

Por Nicola Bux

Profesor de Liturgia oriental en Bari (Italia) y consultor de las Congregaciones para la Doctrina de la Fe, para las Causas de los Santos, para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, así como de la Oficina para las Celebraciones del Sumo Pontífice.


ROMA, jueves 2 de junio de 2011 (ZENIT.org).- “Cuando un silencio apacible envolvía todas las cosas … tu Palabra omnipotente se lanzó desde el cielo” (cf. Sab 18,14-15). Así una antífona de la octava de Navidad recuerda, con extraordinaria libertad, cómo en la noche del Éxodo se realizó la liberación del hombre y la emancipación del pecado. Para reconocerle presente en el mundo, es más, en la acción pública que es la liturgia – sagrada precisamente con motivo de la Presencia – es necesario “guardar silencio!, es decir, callar. Es necesario callar para escuchar, como al inicio de un concierto, de lo contrario el culto, es decir, la relación cultivada, profunda con Dios, no puede comenzar, no se Le puede “celebrar”.


Esto es indispensable para rezar: “retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto”(Mt 6,6). La habitación es el alma, pero también el templo, dicen los Padres. ¿Qué secreto puede ser mantenido sin silencio? El secreto de la conciencia en el que se puede oír la voz de Dios, en la noche silenciosa como para Samuel. Hace falta silencio para que Dios pueda hablar y nosotros escucharle. Por esto vamos a la iglesia, para celebrar el culto divino, sagrado porque desciende del silencio eterno en el tiempo tan ruidoso, para apaciguarlo y orientarlo a lo Eterno. No hay duda de que la posición frontal del sacerdote en el altar hacia el pueblo induce a la distracción suya y de los fieles, desorientando la dirección de la oración: imitemos al Santo Padre que mira al Crucificado.

En esta fotografia Mons. Nicola Bux dialoga con S.S. Benedicto XVI

El silencio debe ser recuperado, limitando al mínimo las palabras por parte de quien debe dar indicaciones preparatorias a la celebración. Los sacerdotes, las religiosas dedicadas al servicio, los ministros deben limitar palabras y movimientos, porque están en presencia de Aquel que es la Palabra. Este silencio se pide al inicio de la Santa Misa para el examen de conciencia, aunque breve, en el que reconocer nuestros pecados “antes de celebrar los Santos Misterios”.


Tras la invitación a rezar con el Oremus, el sacerdote se recoge en silencio, para rezar y para dar tiempo a los fieles a hacer lo mismo y unir así su propia intención a esa oración que el sacerdote pronunciará “recogiendo” – por ello se llama oración “colecta” – y presentándola al Señor. Con esta oración, comienza en la Misa la función sacerdotal de mediación entre el pueblo santo y el Señor.


De la oración a Dios se pasa a la escucha de Dios. El Sínodo sobre la Palabra de Dios no olvidó insistir en el silencio como espacio privilegiado para recibirla. Los misterios de Cristo – el Papa lo recuerda en la Exhortación apostólica post-sinodal Verbum Domini – están unidos al silencio, como dicen los Padres de la Iglesia. Así, más que multiplicar los encuentros bíblicos, es necesario tener “realmente en el centro el encuentro personal con Cristo que se nos comunica en su Palabra” (n. 73). La liturgia de la Palabra es tal porque tiene lugar en el silencio sagrado.


El Ordo Missae sugiere, en este punto, que haya habido o no homilía, se guarde silencio. Parece una ejercitación “al encuentro desnudo, silencioso, austero... al coloquio espontáneo, alegre, adorante con la divina Majestad, como arrastrados en la estela de la oración misma de Cristo” (Pablo VI, Discurso a los Abades de la Confederación Benedictina, 30 de septiembre de 1970, n. 3). Es una invitación a los monjes: pero todo cristiano debe ser en alguna medida monje, es decir, habitar solo con el Señor. La liturgia sagrada capacita para esto. La Regla benedictina exhorta al monje a hacer que su mente esté en armonía con su voz (cf. 19,7): “Parece una cosa sencillísima, diríamos natural – subraya Pablo VI – pero tener esta armonía interna entre la voz y la mente, y una de las cosas más difíciles” (Discurso a los Abades, cit.). Precisamente la dinámica de la relación entre Dios que habla y el fiel que escucha y responde con el salmo o la oración – según la clásica tripartición conservada en la semana santa: lectura, responsorio, oración – constituye el ejercicio necesario, la ruminatio de los Padres, para asimilar y hacer que voz y mente se armonicen. Esto es particularmente útil en vista de la oferta de sí, de nuestros cuerpos en sacrificio espiritual “como culto según la razón”, que para esto “renueva la mente” con el fin de distinguir la voluntad de Dios, lo que es bueno, a él grato y perfecto (cf. Rm 12,1-2). La renovación de la mente es el juicio según Dios y no según el mundo. La liturgia debe favorecer la conversión de la mentalidad mundana y carnal, que tiende siempre a conquistar a clérigos y laicos. Renovar la mente significa mirar la realidad y no seguir las propias ideas – la ideología –, porque él hace nuevas todas las cosas.
El silencio puede volver a aflorar en el ofertorio, donde no es necesario ni obligatorio que las fórmulas previstas de la ofrenda sean dichas en voz alta. Se podría también sugerir que, en el futuro, la Plegaria Eucarística, también en la Misa de Pablo VI, pudiera recitarse submissa voce, casi en silencio, para favorecer el recogimiento: como se hacía y se sigue haciendo en la celebración en “forma extraordinaria”. ¿Es siempre necesario escuchar palabras tan arcanas, especialmente las de la consagración? Si el sacerdote abajase el tono de la voz, no recitaría, sino que rezaría verdaderamente y favorecería el recogimiento y la unión de los fieles a su oración de medación sacerdotal. Análogo silencio se recomienda especialmente a la acción de gracias después de la Comunión.


Pero, más allá de los momentos específicos, es toda la liturgia, es más, la Iglesia misma como espacio sagrado, la que necesita recuperar el clima de silencio. Esta exigencia llevaba a preordenar espacios de reunión como nártex y atrios para pasar del exterior al interior, de la dispersión al recogimiento. ¿No serviría también en nuestros días? “La capacidad de interioridad, una mayor apertura del espíritu, un estilo de vida que sepa sustraerse a lo que es ruidoso e invasivo, deben volver a parecernos metas que colocar entre nuestras prioridades. En Pablo encontramos la exhortación a reforzarse en el hombre interior (Ef 3,16). Seamos honrados: hoy hay una hipertrofia del hombre exterior y un debilitamiento preocupante de su energía interior” (J. Ratzinger, Fede, Verità, Tolleranza. Il cristianesimo e le religioni del mondo, Cantagalli, Siena 2003, p. 167).